El barrio de Baltasar Dromundo

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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La crónica urbana es un género que ha tenido en México autores muy respetables. En 1952, Baltasar Dromundo (1906-1987) publicó Mi barrio de San Miguel. Refiérese el autor al barrio de San Miguel de la Ciudad de México, en el costado meridional de lo que ahora conocemos como Centro Histórico. A ese barrio pertenecen la plaza y la iglesia de Regina, el hospital Beistegui, el Colegio de las Vizcaínas, la fuente del Salto del Agua y la iglesia de Tlaxcoaque.

Dromundo nos narra su infancia y juventud en las calles de su barrio, nos habla de sus casas, sus vecindades, sus habitantes más célebres, sus tradiciones y sus anécdotas. Seguramente, quienes ahora viven en esas mismas calles ya no recuerdan ese microcosmos que describió Dromundo en las amables páginas de su libro, el de los primeros años del siglo XX. Algunos de los personajes más notables del barrio fueron el boxeador Carlos Pavón, muy admirado en su tiempo, Miguel Lerdo de Tejada, director de la orquesta típica que llevaba su nombre, Don Nicolás Zúñiga y Miranda, eterno candidato a la presidencia, y el joven Mario Moreno “Cantinflas”, antes que se hiciera famoso.  

Con amorosa nostalgia describe Dromundo cómo era la vida comunitaria en su barrio de San Miguel. Nos cuenta de las calles y plazas en las que se reunían los niños a jugar, de las iglesias, las escuelas, los mercados, las panaderías, las pulquerías, los cines, los billares, los gimnasios. Su memoria alcanza para recordar los nombres de las familias que habitaban en cada casa de las arterias del rumbo y, como no podía ser de otra manera, de las niñas más bonitas que habitaban en ellas. Pasean por sus recuerdos los vendedores de muéganos, de chicharrones, de pingüicas, de trompadas y de tripas gordas de carnero, todos ellos con su propio pregón, su propia melodía que iban cantando por las calles. Su descripción de las posadas que se organizaban en los patios de las vecindades y a los que todos estaban invitados nos transporta a una ciudad en la que la convivencia estaba marcada por la alegría y la música. Cohetones y piñatas, papel de china y faroles con velitas eran la escenografía de aquellas fiestas sagradas y profanas.  

Mención aparte merece su recuerdo de la comida que se preparaba en la cocina de su abuela: pollos en escabeche, frijoles gordos borrachos, sopa de habas, mole de guajolote, chilacayotes en pipián, remolacha de betabel, revoltijo de romeritos, mole verde de costilla de puerco y otras delicias que hoy ya ni siquiera nos podemos imaginar.  

En la segunda mitad del siglo XX nuestras ciudades crecieron en colonias, no en barrios. No es lo mismo un barrio que una colonia. El barrio tiene múltiples historias entrelazadas, tiene una personalidad, una cultura propia. Una colonia no tiene nada de eso, no es más que un aglomerado de casas habitadas por personas que apenas se han visto las caras, que no tienen anécdotas comunes, que no han gozado y sufrido juntos a lo largo de sus vidas. Tener barrio, en cambio, es como tener una familia extendida, un sello de identidad, un pequeño universo.

Dromundo escribe párrafos muy inspirados, casi filosóficos, en donde reflexiona sobre la realidad más misteriosa de la existencia del barrio. Doy un ejemplo: “Corrientes subterráneas de honda simpatía permanecen en toda la humanidad del barrio. Se diría que es su acento desesperado de la solidaridad, su demoníaca unidad. Son fuerzas ocultas y profundas que se desbordan de pronto, vertiginosas, para amparar a cualquier integrante de esa forma de sociedad dispersa aun venciendo, incluso diferencias y ásperas peleas recientes que en el barrio contribuyen a mantener, por rechazo, la indisoluble trabazón de grupos”.  

El barrio, dice Dromundo, puede servir como un trampolín para progresar, incluso para escapar de él, pero también puede resultar como un agujero negro que absorbe las aspiraciones y condena para siempre a sus habitantes a la pobreza o a la medianía. En cualquier caso, el barrio deja una huella imborrable en sus hijos, incluso en quienes lo dejaron y nunca volvieron, pero que, en sus sueños o en sus pesadillas, en la profundidad de su inconsciente, siguen viviendo ahí para siempre.