Guillermo Hurtado

Memorias olfativas

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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A diferencia de otros animales, por ejemplo los canes, los humanos tenemos un olfato poco desarrollado. Nuestro mundo es más visual, incluso más sonoro, que olfativo. Por eso mismo carecemos del vocabulario para describir toda la riqueza, la profundidad y la sutileza de los olores que nos rodean y que, a veces, ni siquiera somos capaces de percibir.

Siempre he sentido que me faltan palabras para hablar del mundo olfativo. Esta deficiencia me pesa, sobre todo cuando recuerdo las sensaciones de mi infancia.

Cuando era niño todo me olía más fuerte, más claro, más hondo. Una explicación es que, con el paso de los años, he ido perdiendo capacidad olfativa, de la misma manera en la que mi capacidad visual y auditiva se han ido mermando. Pero hay otra explicación. No se puede negar que hay olores que ya no existen o que se han ido diluyendo. El mundo del hoy ya no huele como el de antes. Pero yo podría jurar que antes el mundo también olía mejor.

Nunca podré olvidar el olor —la palabra “fragancia” sería más adecuada— de la cocina de la casa de mi infancia. Todos los ingredientes de los platillos se presentaban al olfato con una intensidad que me sacudía por dentro. El caldo de pollo, por dar un ejemplo tan trivial, tenía un olor riquísimo: denso y sugerente. Ya no he vuelto a encontrar ese olor maravilloso en otras cocinas. Incluso las frutas tenían un perfume diferente. Los plátanos que ahora compro en el supermercado ya no huelen igual, es más, yo diría que ya no huelen a nada, son como de plástico.

Algo que me llamaba mucho la atención durante mi primera infancia es que cada casa tuviera un olor distinto. No sólo las cocinas, que siempre tenían un aroma inconfundible, como la sazón de la cocinera, sino el resto de las recámaras. Los muebles desprendían un olor característico que nos hacía pensar en las personas, vivas y muertas, que los había usado durante décadas.

¡Y qué decir de los olores de la calle! Podría pasar horas hablando de esas experiencias. Cada giro comercial tenía un olor propio: tlapalerías, papelerías, mercerías, peluquerías, tintorerías, cerrajerías. Cuando uno entraba a una tienda, entraba a un microcosmos maravilloso de percepciones olfativas

Recuerdo que cuando tenía unos cuatro o cinco años acompañaba a mi abuela a una lechería que estaba a la vuelta de la casa. Ese olor tan animal, tan penetrante, casi embriagante de la leche cruda está ausente de la leche pausterizada, deslactosada, descremada que nos venden en económicos paquetes tetrapak. Nada que ver, o, mejor dicho, nada que oler.

Lo únicos olores que ahora me impactan son los fétidos. Ésos nunca faltan, nunca se agotan, nos persiguen hasta el último día de nuestra existencia. Me alivia pensar que ya no estaré ahí para oler mi cadáver.