El tirano y el poeta

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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La mayoría de los intelectuales mexicanos vio con alivio el golpe de Estado que derrocó al presidente Francisco Madero el 18 de febrero de 1913. No simpatizaban con el militarismo o con la dictadura, sino que le tenían pavor a la violencia y la anarquía. Al igual que Justo Sierra, pensaban que México no necesitaba una revolución —había tenido suficientes en el siglo XIX— sino un proceso pacífico y ordenado de evolución social. En consecuencia, no pocos de los más connotados intelectuales mexicanos colaboraron con el gobierno de Victoriano Huerta. Ejemplos no faltan: Federico Gamboa fue secretario de Relaciones Exteriores, Nemesio García Naranjo secretario de Instrucción Pública, Julián Carrillo director del Conservatorio, Alfredo Ramos Martínez director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, Ezequiel A. Chávez rector de la Universidad, Antonio Caso director de la Escuela de Altos Estudios, Jesús Acevedo director de Correos, José Juan Tablada director del Diario Oficial y Efrén Rebolledo director de Protocolo.

Los intelectuales mexicanos no sólo trabajaron dentro de las instituciones del Estado para apoyar a Huerta, también lo hicieron desde las páginas de los periódicos. En sus artículos aplaudían las acciones del gobierno contra los temibles revolucionarios del norte y del sur. Lo que estaba en peligro, en la opinión generalizada de estos intelectuales, no sólo era el orden, sino la civilización misma. La disyuntiva que se planteaban era la siguiente: Huerta o el caos.

Uno de los más fervientes partidarios de Huerta fue uno de nuestros más grandes poetas: Salvador Díaz Mirón. Durante el gobierno del usurpador, Díaz Mirón fue director de El Imparcial, periódico al servicio irrestricto de la dictadura.

Doy un ejemplo del grado de abyección al que llegó Díaz Mirón. Cuando Huerta disolvió el Congreso en octubre de 1913, Díaz Mirón escribió: “La disolución de las Cámaras Legislativas merece aquí vivísima aprobación de propios y extraños. Los diputados resultaban impura y temible turba que no concebía ni votaba sino barbaridades peligrosas e indignas. Cuantas estulticias, ignorancias, insolencias y conspiraciones infestaban las Curules del Parlamento Bajo, fueron barridas por el ilustre general Huerta, que con una excelente escoba de higiene cívica limpió el Parlamento de tanta basura”.

Huerta no fue indiferente al apoyo que le brindó Díaz Mirón. El 9 de abril de 1914, el dictador hizo una visita de cortesía a las instalaciones de El Imparcial. Ahí se tomó una fotografía junto con Díaz Mirón y otros trabajadores del periódico que se ha preservado a lo largo del tiempo. Al día siguiente, el poeta veracruzano escribió que “El señor general Huerta dejó en la casa de nuestro diario un perfume de gloria”.

Sin embargo, ese “perfume de gloria” se consumía a enorme velocidad. Pocos días después de la visita de Huerta a El imparcial, las tropas de los Estados Unidos desembarcaron en Veracruz. Además, los ejércitos revolucionarios aceleraban su avance hacia la capital. Cada día que pasaba, las probabilidades del triunfo del ejército federal se hacían más pequeñas.

Huerta presentó su renuncia el 15 de julio de 1914. Para salir del país abordó un tren fuertemente blindado que lo llevó a Coatzacoalcos, de donde tomaría un barco con destino a Jamaica. Durante ese viaje hubo un incidente, narrado por Nemesio García Naranjo en el tomo VII de sus fabulosas memorias, que merece ser recordado. Díaz Mirón decidió escapar de la Ciudad de México en el mismo convoy en el que viajaba Huerta. Para que no lo reconocieran sus enemigos, se afeitó su largo y espeso bigote, tan característico de su persona. En una escala, Huerta salió a mover las piernas en el andén de la estación. Díaz Mirón lo alcanzó a ver y corrió a saludarlo. Huerta lo paró en seco y le preguntó: ¿quién es usted? Díaz Mirón quedó pasmado: “Soy Salvador Díaz Mirón y no creo que haya cambiado tanto mi fisionomía hasta el extremo de que usted no me pueda reconocer”. La respuesta de Huerta fue aplastante: “Eso no es cierto, porque Díaz Mirón tiene bigotes de hombre”. Y tras estas palabras, Huerta le dio la espalda.

El tirano le dio una lección al poeta. Díaz Mirón que siempre se las dio de valentón, de macho irreductible, de hombre de una pieza, dejó ver, con su rostro afeitado, que era un cobarde.