Guillermo Hurtado

El velo de Isis

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
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El culto a la diosa Isis se extendió de Egipto a todo el Mediterráneo. La adoraron los griegos y los romanos y, por lo mismo, podríamos encontrar huellas de su simbolismo en el origen de la civilización occidental. Isis era diosa de la magia y usó sus poderes para resucitar a Osiris, su esposo, con quien procreó a Horus.

En la Europa del Renacimiento, se la consideró una representación de la naturaleza. Se la pintaba con el rostro cubierto de velos, que significan los obstáculos que enfrenta el ser humano para conocer su verdadero rostro. Según cuenta Plutarco, en el templo de Isis estaba grabada la siguiente inscripción: “Soy todo lo que ha sido, es y será; y ningún mortal ha levantado mi manto”. La teósofa Helena Blavatsky, autora de Isis sin velo (1877), afirmaba que el conocimiento más profundo de la realidad no se alcanza por medio de la ciencia —el conocimiento exotérico al alcance de cualquiera— sino por un aprendizaje de doctrinas ocultas —el conocimiento esotérico, que sólo pueden alcanzar unos pocos—.

Hoy en día pensamos que la ciencia ha ido descorriendo los velos de Isis. Cada vez sabemos más cosas acerca de la naturaleza y, por lo mismo, cada vez hay menos misterios. Hegel dijo que todo lo racional es real y todo lo real es racional. No hay rincones oscuros en la realidad que no puedan ser iluminados por la razón humana. Y la máxima operación de la razón es la ciencia; en particular, las ciencias matematizables y verificables. La creencia de que no hay velo que no se pueda retirar le ha dado a la humanidad una enorme confianza en sí misma. Suponemos que, tarde o temprano, conoceremos todo lo que hay por conocer. Todos los problemas que puedan ser resuelto por la ciencia y la tecnología tendrán respuesta.

Sin embargo, la ciencia no es tan exotérica como se supone. El conocimiento de las verdades más hondas del universo sigue siendo posesión de unos pocos. Esta restricción es tan antigua como la ciencia misma. Pitágoras mantenía un conjunto de sus conocimientos reservados a los más cercanos de sus discípulos e, incluso en la Academia de Platón —que tanto alabó la vocación pedagógica de Sócrates—, había doctrinas secretas que se mantenían resguardadas. Hoy en día, las universidades son los cenáculos donde se cultiva y preserva el conocimiento. Aunque existen libros de divulgación, en los que se explican las teorías más complejas, el dominio de ellas requiere una sofisticada preparación científica y técnica que muy poca gente puede adquirir. Por ejemplo, se dice que la teoría de la relatividad de Einstein es la teoría más exitosa jamás concebida. Gracias a ella podemos comprender y, por lo mismo, dominar las fuerzas del universo. Sin embargo, las personas que entienden de manera cabal dicha teoría, más allá de sus formulaciones más básicas, son unos cuantos. Apostaría a que siquiera el .01 % de la humanidad sabe bien de qué trata.

El conocimiento científico y tecnológico tiene dueños que, por lo general, viven en los países más ricos. Ellos vuelven a cubrir a Isis con los velos de las patentes, las licencias, los derechos de propiedad. Un pequeño puñado de personas tienen la capacidad de enviar naves al espacio, de controlar la más alta tecnología, de fabricar las vacunas. De ellos depende el destino del resto de la humanidad. Los científicos trabajan para ellos como si fueran obreros en una línea de producción ya que se ocupan de investigar o diseñar un pequeñísimo pedazo del producto final que es dominado por sus dueños.

Para lograr el hermoso anhelo del conocimiento exotérico es indispensable democratizar la ciencia. La educación científica tiene que ser mejor y estar más extendida. Los recursos de la ciencia deben ser patrimonio humano, no de unos cuantos. La ciencia debe orientarse para beneficio de la humanidad, no de un grupo de privilegiados. Ni el poder ni el dinero deben ser amos y señores del conocimiento.

Un poco de respeto a Isis tampoco nos vendría mal. Nuestro afán para levantar su manto no debe llevarnos al extremo de vapulearla. Nuestro planeta y nosotros mismos estamos pagando el precio de nuestra arrogancia. Quizá hay velos que es mejor no descorrer.