Horacio Vives Segl

1994

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Horacio Vives Segl
 *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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A tres décadas de distancia, resulta pertinente analizar el contexto político de 1994, que adecuadamente se puede calificar como annus horribilis para México.

Ante las nuevas amenazas que penden sobre nuestra democracia, resulta pertinente reflexionar sobre lo ocurrido una generación atrás. Se trató del año de mayor violencia política (muy distinta a la que se vive actualmente) que experimentó el país en el último cuarto del siglo pasado, sellada por el asesinato, aún sin resolverse cabalmente, de Luis Donaldo Colosio —lo que bien puede señalarse como magnicidio, dado que en aquella época, lo único que fácticamente se necesitaba para ser Presidente de la República era la nominación del PRI—, así como del secretario general y representante del mismo partido ante el Consejo General del IFE, José Francisco Ruiz Massieu.

La estela de crisis económica, política y social de 1994 empezó en realidad unos meses antes, cuando el país fue sorprendido por el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en el aeropuerto de Guadalajara, en mayo de 1993. Después vendría la nada tersa definición, en noviembre, del dedazo para la candidatura presidencial del PRI.

Y el primer día del nuevo año —cuando se supone que íbamos a ingresar al club de naciones modernas y pudientes, con la entrada en vigor del primer tratado de libre comercio de Norteamérica—, la irrupción del EZLN dejó en estado catatónico a la sociedad mexicana, con un recordatorio de que, más que mirar al futuro, había que atender una enorme deuda social, históricamente petrificada, del Estado mexicano hacia las poblaciones indígenas, sistemáticamente desatendidas por los gobiernos en todos sus órdenes y niveles.

Ya estando, pues, el país en estado de convulsión social vendría la convulsión política con el asesinato de Colosio, el 23 de marzo, y la toma de estafeta de Ernesto Zedillo como candidato sustituto, a la postre ganador de las elecciones de julio. El año cerraría, como se sabe, con una grave convulsión económica en el arranque del nuevo Gobierno, que en el imaginario de la picaresca mexicana se conoce como “el error de diciembre”.

Sin embargo, no todo fue horror político en ese tiempo. Los años noventa fueron fundamentales para el crecimiento de las entonces alternativas opositoras, que dieron lugar a la primera alternancia en la Presidencia de la República en 2000, respecto a lo cual vale la pena recordar una clara lección: a meses de la jornada electoral, cuando las intenciones de voto mostraban que, de nueva cuenta, iba a ganar de forma avasalladora el abanderado del régimen con el apoyo de la inmensa mayoría de los gobernadores, de la clase oficialista en conjunto y de los recursos lícitos e ilícitos (por recordar el caso Pemexgate) del Estado en favor de su candidatura, la ciudadanía definió con su voto el fin de una hegemonía que había durado 70 años, un paso fundamental en la transición democrática del país. Claro está, fue decisiva la aceptación de los resultados tanto por parte del candidato derrotado como del Presidente Zedillo, quien mostró convicción democrática e, incluso, talante de estadista —lo cual, visto en perspectiva, recalca grandes diferencias con la realidad actual—.

En síntesis, debemos valorar cabalmente el enorme potencial que tienen la voluntad ciudadana y las instituciones electorales como mecanismo pacífico de corrección de las distintas problemáticas políticas y sociales que padece el país, con la mira puesta en las elecciones del próximo 2 de junio.