Horacio Vives Segl

Sainetes latinoamericanos

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Horacio Vives Segl
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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E n días recientes se suscitaron sendos eventos que cimbraron la política de dos países sudamericanos: en Argentina, la sentencia emitida por un tribunal penal por la que condena a prisión por 6 años e inhabilitación perpetua para el ejercicio de la función pública a la expresidenta y actual vicepresidenta del país, Cristina Fernández de Kirchner, y en Perú, el fallido intento de golpe de Estado promovido por Pedro Castillo y su posterior destitución.

El caso argentino es la crónica de un final anunciado en términos de lo que parece ser una sólida investigación judicial sobre administración fraudulenta, que configura distintos actos de corrupción realizados por el matrimonio de Néstor Kirchner y Cristina Fernández durante sus respectivas presidencias, entre 2003 y 2015. Ahora bien, es improbable que en el corto plazo Cristina Fernández sea encarcelada. Hay varios plazos y procedimientos que deben agotarse antes. En primer lugar, que la sentencia sea ratificada por la Cámara de Casación y que, tras una segura impugnación, sea resuelta por la Corte Suprema, lo cual podría tomar años. Adicionalmente, habría que esperar a que concluya su mandato: la actual vicepresidenta y, en ese carácter, presidenta del Senado, termina su periodo el 10 de diciembre de 2023.

Si bien no es la primera vez que Cristina es llevada al ámbito de la justicia —de la que hasta ahora ha salido bien librada—, se trata de un fallo histórico, por ser la primera vez que un vicepresidente en funciones es condenado penalmente en Argentina.

Lo de Perú es exponencialmente más crítico. El arreglo constitucional que permite al presidente, bajo determinados supuestos, disolver al Congreso, ha resultado un regalo envenenado para varios mandatarios —como ahora lo fue Pedro Castillo— con debilidad gubernamental y un raquítico escudo legislativo. Ante un nuevo intento por parte del Congreso de deponerlo por cargos de corrupción, Castillo intentó evitar la votación y disolver el Congreso, imponiendo un gobierno de emergencia. Un intento de auto golpe de Estado, pues. La osadía no podía terminar peor: el Congreso no se disolvió, Castillo perdió estrepitosamente la votación, fue destituido, y concluyó la jornada arrestado por cargos de sedición, mientras Dina Boluarte juraba como primera presidenta de Perú.

No es menor este episodio en la larga saga de infortunios políticos del país andino. Seis presidentes desde 2016 y cinco expresidentes que enfrentan cargos penales: Alberto Fujimori con una condena de 25 años, Ollanta Humala 9 meses de prisión preventiva, Pedro Pablo Kuzcynski 3 años de arresto domiciliario, Alejandro Toledo en proceso de extradición a Estados Unidos y Castillo arrestado por sedición (sin contar a Alan García, quien se suicidó momentos antes de ser arrestado).

En ambos casos resulta peculiar la postura que adoptó el gobierno mexicano. Apenas se venían recuperando de la pésima operación diplomática para impulsar la propuesta mexicana para la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo, cuando vienen los casos aquí referidos: sin atender en lo más mínimo a los sólidos argumentos de acusación de la fiscalía, el Presidente y algunas otras figuras oficialistas salieron a “defender” a Cristina Fernández; pero lo de Perú es aún más absurdo, y con justificada razón la cancillería peruana emitió un extrañamiento ante la injerencia del Gobierno de México en el episodio de la —no cabalmente aclarada— situación de ofrecimiento o petición de asilo para el golpista Pedro Castillo, así como por las descuidadas declaraciones emitidas al efecto. De sainete en sainete, la política latinoamericana y la política exterior mexicana.