Julia Santibáñez

Declaración de amor por lo más frágil

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Colecciono palabras como quien se aferra a lo incierto y quebradizo, la urgente decisión de protegerme contra lo invisible.

Como mi Santuario de Lourdes en el bolsillo.

Tengo notas garabateadas a mano por gente que me es una fiesta. La caligrafía con la voz de mi papá, que olvidé hace décadas, pero llevo grabada a fuego. Libros que le han regresado sustancia a una noche desinflada.

“Me enamoré de las palabras... Cuando empecé a leer versos comprendí que había descubierto la cosa más importante del mundo para mí. Estaban ahí, en apariencia inertes, hechas sólo de negro y blanco, pero fuera de su ser mutaban en amores y terror y piedad y dolor y maravilla y todas las otras abstracciones que vuelven peligrosa, inmensa y soportable nuestra efímera vida”, escribió el galés Dylan Thomas. Es la declaración de amor más feroz y más absurda. La suscribo.

Desde niña me fascinan los diccionarios. Se me despertó temprano la celebración por la textura, por la música de cada voz.

Las palabras no son lo que son, sino lo que representan. Los nombres cosidos en las costuras.

Siempre cargo en la bolsa una libreta, para apuntar sustantivos o frases cuyo sonido me gusta o invenciones en una bravata de humor. Es mi pastillero de mentas para el aliento. En estos días anoté “los allases”, “McOndo”, “el nuberío”, “mientras medito, me edito”, “rebambaramba”, “el farsanteo”.

Acaricio verbos como quien esconde una hoja del Paraíso en el que ha estado.

“Expectantes palabras, / fabulosas en sí, / promesas de sentidos posibles, / airosas, / aéreas, / airadas, / ariadnas. // Un breve error / las vuelve ornamentales. / Su indescriptible exactitud / nos borra”, versea la uruguaya Ida Vitale.

Tenía diecinueve años cuando empecé a trabajar en una revista. Confirmé mi vocación por las letras, me vi siempre de un lado de la página: de éste, siendo lectora; del otro, en papel de escritora o editando lo dicho por otros. Elegí bastante mejor de lo imaginado.

Las palabras son lo que son. Cómo suenan, a qué saben, qué colores y temperaturas oblicuas entretejen.

El verbo “jubilarse” apareció en español a fines del siglo XV: viene del latín jubilare, significa “gritar de alegría”. Retrata el gusto y encima recibe una pensión. Claro, “júbilo” pertenece a la misma familia. Descubrir una etimología así me alegra un día gandalla.

Las palabras son lo que quiero que sean. En lo que a veces logro convertirlas: así amueblan el caos, el tedio, le dan sentido. Ojalá, también le aportan una pincelada de belleza.

Imágenes caen de la boca de un interlocutor. Desechables. Quiero rescatarlas porque chance encuentre la que estoy buscando, como quien llena un álbum de estampas del Mundial y le ofende ese hueco imperdonable en una página.