Julia Santibáñez

Por si un día me quedo ciega

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Por ahí de 2017, mi Fernando Rivera Calderón conducía el programa La Hora Elástica, por TVUNAM; yo llevaba la sección “La palabra es drújula”. Una vez tuvimos como invitado al tenor mexicano Alan Pingarrón; es talentoso y divertido. También es invidente. Fuera del aire, Fer, Luisa Iglesias, Óscar de la Borbolla, Pepe Gordon o yo decíamos ¿no ves que me equivoqué?, mira qué bien o, al terminar, nos vemos pronto, sin calcular la desmesura de lanzar frases así ante quien carece de vista.

El primero en reírse era Alan: “Caray, está difícil que lo vea”. Me fascinó su impudor. Mi admirancia por él se fue al doble al constatar cómo no se toma en serio (por cierto, acabo de oírlo en la Gala de Ópera de Fundación UNAM y qué suntuosa voz, llena de matices); entiende que la desgracia admite explorar el autohumor, frecuentar el sinsentido como otra forma de asomarse a la realidad.

Así quisiera reírme si un día amanezco ciega. Y lo mío no es azote gratuito sino, tal vez, futureo realista: desde niña tengo una miopía no domesticada, majadera, en aumento porque mi trabajo de escritora implica acribillarme los ojos frente a la computadora. Quiero mantener presente la ironía si mis ojos fallan muchísimo y una amargura insociable e insaciable quiere imponerse en lo que vivo. Lo que escribo.

Durante los ochenta, Nora Ephron dio a conocer la implacable novela Se acabó el pastel: Rachel, escritora, madre de un niño y embarazada de siete meses, cacha a su marido infiel. Fue la catarsis de la también guionista de Cuando Harry conoció a Sally para enfrentar con gracia su propia historia: su esposo era Carl Bernstein, ganador del Pulitzer, uno de los periodistas que destaparon el caso Watergate. Cuando supo que Bernstein se encamaba con una conductora de la BBC, Ephron y él tenían un hijo, más otro en camino. Tras patalear aplicó el autoescarnio. Al inicio de la novela, la embarazadísima y casi cuarentona protagonista dice en su terapia de grupo: “Lo más injusto de todo es que ni siquiera puedo salir con un chico”. Atravesar con risa un hecho doloroso es el colmo de la lucidez. Me recuerda que, cuando Borges enseñaba en la universidad, hubo un conflicto; los estudiantes pidieron a los maestros suspender labores. Como él no quiso cancelar la clase, le cortaron la luz. Ácido y rápido reviró: “Se equivocaron, tuve la precaución de ser ciego”. Y siguió hablando.

Decía: Si me quedo en negros espero ser capaz de hallarle el lado cómico. De mientras me burlo de mi pasmosa antidestreza culinaria, lo inepta que soy ayudando a mi hija en manualidades, la ridiculez de que no pueda conciliar el sueño sin tapones de oídos y antifaz, la cerrazón mental que me impide entender el futbol americano además, claro, de este rebotar por la vida como el ultramiope Mister Magú.