Julia Santibáñez

Nada nos iguala tanto como la pérdida

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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“A mí nadie puede envidiarme”, presume. Es cierto. Quién quiere ser una mujer horadada, tan triste que escupe sangre, desposeída de todo. Quién, el animal cautivo en un nudo de pena, desde cuyo centro pronuncia: “Tú has muerto. La agonía soy yo”. No, no lo pronuncia. Lo garabatea, es escritora. Luego reconoce la urgencia de unos ojos, los del hombre amado, antes de volcar preguntas en las páginas del mismo diario: “La vida, alguna vez, ¿me amará de nuevo?” y “¿A cuántas caricias luz de distancia estamos?”.

Nunca he sufrido la muerte de una pareja, no ha desaparecido quien amo cuando lo amo, pero siento mío este libro, porque me conecta con ausencias torales: de mis papás, de mi hermano. Nada nos iguala tanto como la pérdida. Recuerdo lo que dos autoras escribieron sobre el duelo: para Joan Didion es una suerte de patología que nos lleva a creer que si deseamos algo con vehemencia podemos hacerlo ocurrir, en tanto Tedi López Mills anticipa: “El problema de la autocompasión se agudizará cuando note la capa de polvo en mis zapatos negros”.

Estoy leyendo Ceniza roja, de Socorro Venegas, un volumen gustoso de Páginas de Espuma, con pasta dura, a color, formato cuadrado. Se nota la contundencia de dos editores: Juan Casamayor, director de esa casa, y Socorro, que no niega su oficio. Como si fuera un río, apunta Casamayor, el texto es una orilla del libro; la otra son las ilustraciones de Gabriel Pacheco, teñidas por una luz suave, en grises con blanco y rojo en contraste.

Casi en diálogo con Didion, la narradora del diario pide infinidad de veces al fallecido que vuelva, mientras en sintonía con López Mills se lamenta: “No sabes cómo pesa un muerto. Desvestirlo, vestirlo. Ponerle su camisa favorita... Se te puede romper el alma intentando meter un solo brazo en la manga”. ¿Por qué asusta la autocompasión, si es parte del duelo? Agradezco la valentía de asumirla.

Cuando la voz narrativa se refiere a una esquina de su hogar, donde reúne cosas inservibles (una lámpara enorme, un perchero fastidioso), subraya: “En mi rincón de artefactos inútiles dejaré el corazón. Al fin materia descompuesta, causa de tropiezos, estorboso y demasiado grande para una casa tan chica”. Noto cierta insolencia en esta pesadumbre. Va más allá del deceso de alguien determinante para quien una es: aquí se acepta el destierro, la condición de homeless a la intemperie, llovido y achicharrado. Y en ese punto el libro toca el frío común a todo ser humano, antes o después. Si al inicio acompañé a la narradora por las sinuosidades de la desolación bellamente contada, de pronto ella me lee a mí, desmenuza mi fragilidad, los miedos compartidos.

En Ceniza roja la flaqueza se acuerpa en texto e imágenes donde me reconozco; luego apunta a una posible salida del dolor. Lo pongo en mi anaquel de necesarios.