Julia Santibáñez

Mi de veras lugar de salvación

LA UTORA

Julia Santibáñez
Julia Santibáñez
Por:

Una anciana analfabeta y con el ojo vacío cuenta romances antiguos de guerras. De amores. Mejor dicho: no los cuenta, los canta. La mujer, poquita, reúne a chicos imantados por sus historias. Cuando fallece y la velan, una niña que solía escucharla piensa, por primera vez, que a partir de las palabras quizá el ser humano pueda triunfar sobre la muerte. Ella es, años después, Lídia Jorge, escritora portuguesa quien el sábado recibió el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. 

En su discurso la narradora habla de María Encarnación, tocada por el fulgor poético y que, sin embargo, no conoció la felicidad de los libros. Imagina a la vieja cimbrada ante la escritura de Pessoa, Camões, Yourcenar, Dante, Cervantes, Woolf, Rulfo y Agustina Bessa-Luís, los viajes interiores que hubiera podido dar asumiendo la poesía como su forma de engañar al destino, de no sentirse por un rato la señora añosa sino alguien más, porque “¿no es acaso la literatura la prueba de que uno se puede convertir en otros a través del lenguaje? ¿Y esa fuerza de alteridad no es acaso tanto el motor de la belleza como la base de la compasión?”, se pregunta.

Sus palabras cortan como bisturí hasta llegar a mi hueso más hondo, a la certeza que ahí tengo tatuada: la poesía y la narrativa no sólo regalan belleza, también me permiten trascender la limitada condición humana, vivir la existencia de otros. De mi enemigo incluso. Cuando leo, los encuentro demasiado similares a mí misma en el miedo, la alegría, el asombro. Imposible no darme cuenta de que soy ellos. Necesito a los demás para mirarme. José Gordon, mi amigo, lo resume con tino: “Al leer nos metemos por un instante en el incendio que ocurre dentro de la piel de otra persona”.

Gracias a los libros he sido la niña abollada de violencias de Lo que dijo Harriet; “Job”, el postergado que pelea su destino angosto en el poema de Concha Urquiza; el emperador incapaz de entender por qué abofetea a quien ama en Memorias de Adriano; la amante ajenada que puso su corazón bajo el hachazo de un adiós tremendo en “Lamentación de Dido”; el prestamista Shylock ganoso de cobrar su odio en El mercader de Venecia; la Madame Bovary deseosa de escapar de la mediocridad.

La antigua inteligencia de la empatía opera en los libros. Por eso los estimo indispensables hoy, cuando parece triunfar en México la barbarie de quienes ningunean la vida de los demás, consideran nadie a quien no sea ellos mismos. Creo que en la lectura es posible la compasión, ese “com-padecer” o “padecer con otros”.

Ahora extraño estar como cada año en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, pero levanto más conmovida que nunca la bandera de lo dicho por Lídia Jorge: “Las literaturas son lugares de salvación”. Han sido el mío. De veras sí.