Julia Santibáñez

El músculo de mi lealtad

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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No deja de crecerme en los adentros.

La universidad fue decisiva en mi formación. Llegué a C. U. desmantelada, venía de un contexto opresivo: la castración sectaria como recurso para dominar. El miedo al cuestionamiento. En los cuatro años más desgreñados que puedo recordar me reconstruí mientras cursaba la licenciatura en Letras Hispánicas. En la Facultad de Filosofía y Letras, gracias a maestros, compañeros y libros solté el fardo del dogma impuesto para luego reconciliarme con la discrepancia, con el pensamiento contradictorio, nunca lineal. Me volví a hacer. Confirmé lo que sabía desde niña: lo mío era ser lectora profesional y, por extensión, escritora, porque una alta dosis de mi felicidad se soberbia en las palabras, por eso comparto su belleza superlativa. Son mi definición de cara al mundo. Tal vez lo podía haber aprendido en otro espacio, pero fue en la UNAM. Ahí me arraigué.

De inmediato vinieron dos años de la maestría en Literatura Comparada, en los que reafirmé la devoción puma. Y aunque iba a dedicarme a la investigación, la huelga del 2000 fue un balazo entre las cejas: a la crisis personal por un divorcio le añadió incertidumbre laboral y económica. Me urgía piso sólido. Tuve que aceptar una chamba fuera del ámbito docente, pero dejé puesto un pie en C. U. En todos estos años he dado clases e impartido diplomados, edité por años una revista académica y varios libros, desde 2017 hago programas en TVUNAM, ahora mismo me privilegio de presentar en la televisora los conciertos de la OFUNAM. Tengo bien entrenado el músculo de mi lealtad universitaria.

Lo traigo a cuento a raíz de la reciente visita de Irene Vallejo al territorio de mis afectos. En la Sala Nezahualcóyotl, donde cientos nos sacudíamos de entusiasmos, escuché a la filóloga española platicar con escritoras y académicas que admiro: Rosa Beltrán (por cierto, mi notable maestra en el posgrado), Socorro Venegas, Elsa Margarita Ramírez. Hablaron sobre el espléndido volumen El infinito en un junco. Apuntó Irene: “El libro es mucho más que un objeto, también es la suma de nosotros, comprende la comunidad de quienes lo amamos y nos apasionamos por él: lectores, bibliotecarios, promotores, profesores, todos somos parte de su resistencia. Si bien es una resistencia silenciosa, de ningún modo se encuentra en vías de extinguirse: está viva y es mucho más numerosa de lo que nos decían”.

Antes no le había puesto palabras: hoy me reconozco parte de esta cofradía libresca que rebasa fronteras tanto geográficas como temporales y resulta pasaporte de identidad. Descubrí en la universidad, gracias a ella, que la lectura es mi instrumento para aprehender el mundo. En aulas y bibliotecas encontré que los libros “nos dan una postura, una respiración distinta”, como escribe Fabio Morábito.

La UNAM no deja de crecerme en la mera médula.