Julia Santibáñez

Oigo tangos para entender qué siento

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Me sustraigo del caos para refugiarme impunemente en una canción. Pasa con frecuencia que busco la frontal. La adolorada. Entre mis tangos favoritos cuento “La última curda”, cuyo inicio plantea la desolación que de pronto me urge subrayar, casi con la petulancia de un perro que se regodea en el lodazal: “Lastima, bandoneón, mi corazón / tu ronca maldición maleva; / tu lágrima de ron / me lleva / hasta el hondo bajo fondo / donde el barro se subleva”. ¿Qué somos en la capa más recóndita sino barro sublevado? Curda significa “borrachera” en jerga lunfarda. Así, la vida es una embriaguez compartida y fugaz; todos vamos llorando un “sermón de vino”.

Este género musical del Cono Sur, como el jazz, nació en casas malas, sitios de fama infame. Por eso tiene “la dureza viva del arrabal”, recuerda Borges en las charlas que impartió en los sesenta y compila El tango. Cuatro conferencias. En ese ambiente nacieron melodías de piano, flauta, violín; el bandoneón, de origen alemán, se integró más tarde. Pronto comenzaron a tejerse letras con una carga de drama. Y una estética de envidia.

En estos días, en que me desbordo de gustos personales, no dejo de oír “A media luz”, en la versión de Gardel o en la contemporánea, de la uruguaya Francis Andreu. Es un tango narrativo, si los hay: con breves pinceladas describe un encuentro de pareja en la calle Corrientes tres, cuatro, ocho. “No hay porteros ni vecinos”. En el segundo piso espera un coctel, una vitrola que llora viejos tangos “de mi flor” y “un gato de porcelana / pa’ que no maúlle al amor”. Ese gato testigo es una barbaridad de imagen. La atmósfera está dada y viene el coro: “Todo a media luz, / que es un brujo el amor, / a media luz los besos, / a media luz los dos. / Y todo a media luz, / crepúsculo interior, / qué suave terciopelo / la media luz de amor”. Puedo tocar la penumbra vaporosa. De hecho, estoy ahí.

El narrador cambia de locación: va a Juncal, doce, veinticuatro. Entre música y champán “hay de todo en la casita, / almohadones y divanes, / como en botica cocó, / alfombras que no hacen ruido / y mesa puesta al amor”. Esa hondura textual del uruguayo Carlos César Lenzi sugiere todo, sin decir nada. No es un caso único. La literatura tanguera (en palabras de Idea Vilariño) está empapada de bellezas por el estilo, aunque alguien las llamará superadas o cursilísimas.

Un día me cayó el veinte: todos los libros del mundo hablan de mí. Cada uno desenreda poco o mucho la maraña contradictoria que soy, por eso los necesito. También los tangos, con dureza arrabalera, ayudan a explicar qué me emociona, qué resortes internos se activan en mí: la osadez provoca que hoy sólo quiera hablar de esta luz de terciopelo.