Julia Santibáñez

Olvidar la herida es peor

LA UTORA

Julia Santibáñez
Julia Santibáñez
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La periodista bielorrusa lleva todo el día compilando historias de mujeres soviéticas que lucharon durante la Segunda Guerra Mundial en la infantería o como francotiradoras. Pilotaron aviones. Dispararon artillería. Casi un millón de ellas se ofreció a integrar el Ejército Rojo; muchas no cumplían veinte años.

Le cuentan que sus botas a diario se empapaban de sangre de los muertos, que vieron a una madre colgada de un manzano para huir de sus cinco hijos pidiéndole comida y ella sin tener nada para darles. Al ganar la guerra, alguna combatiente había matado a un alemán; otra, a más de setenta. Si bien estaban cansadas de odiar, les amedrentaba volver a la paz después de tanto tiempo rozando la muerte. Era habitual para ellas saber de gente pudriéndose en vida; cómo iban a adaptarse a otra cosa. Unas dicen que se esforzaron por olvidar pero en ese instante, una exsargento puntualiza: “A ver si me explico: recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible”. Lo narra Svetlana Alexiévich, ganadora del Nobel de Literatura 2015, en La guerra no tiene rostro de mujer.

Me impresiona. Bajo el libro a mis piernas. Según yo, en circunstancias traumáticas el olvido es un privilegio; ahora me interesa buscarle matices a ese lugar común. ¿Por qué desenterrar un daño mayor? Guardando toda proporción con casos tan brutales voy a ensayar respuestas: porque si extravío la aflicción, entonces no tuvo sentido. Porque únicamente si reconozco la desgracia honro haberla soportado. Porque seguro me falta entenderle algunos ángulos.

En la misma geografía, en 1938, tras el fusilamiento de su marido y el encarcelamiento de su hijo bajo el régimen de Stalin, durante diecisiete meses la poeta Anna Ajmátova fue a diario a la prisión. Hacía fila para preguntar sobre el muchacho. Era una escritora forjada y un día alguien la reconoció. Cuenta en el prólogo de Réquiem: “Detrás de mí se hallaba una mujer, con los labios azules de frío, que nunca antes me había oído llamar por mi nombre. Salió del entumecimiento y me preguntó:

—¿Puede describir esto?

Y le contesté:

—Puedo”.

Evocar también sirve para quienes vienen detrás, como referencia en

el camino.

Si ahora mismo alguien pudiera borrar de mi cerebro las escaras que guarda me negaría, porque si pierdo constancia de las marcas violentas a lo largo de mi historia, corro el riesgo de pasar una vez más por esa esquina. Si oculto el dolor en un rincón oscuro es como amputarme un brazo: la suma de memorias, todas, conforma mi identidad. Perderlas implica sepultar a la que soy. De ahí lo crudo de males como el Alzheimer. Desarticulan los recuerdos y la narrativa individual del enfermo; en ocasiones parecen incluso despojarlo de su condición humana.

Apenas caigo en la cuenta: recordar las heridas duele, pero no hacerlo debe ser todavía más terrible.