Apuntes acelerados sobre el café

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio TrujilloLa Razón de México
Por:

En una ocasión, Rossini le dijo a Balzac: “El café es una aventura de quince o veinte días, la cantidad de tiempo precisa, afortunadamente, para escribir una ópera”. Más que extrañarme ante la limitada aventura temporal que el compositor de Guillermo Tell establecía con el café, celebro que ese elixir lo pusiera a tono para sumergirse en el lúcido frenesí de la escritura de una ópera más, una llena de arrojo y cafeína, quiero suponer.

El café como affair, sí, como una relación entre dos temperamentos expansivos, bebedor y bebida, dándose literalmente cuerda para seguir una hora más, una vuelta más, un día más en la tragicomedia de la vida. Balzac, inmenso perpetrador de La comedia humana, lo sabía, sabía que el café finamente molido caía en un estómago en ayunas y todo se agitaba, las ideas se ponían en movimiento como los batallones de un gran ejército rumbo al campo de batalla, y la batalla rugía, los recuerdos cargaban enarbolando sus pendones, la caballería de las metáforas se desplegaba con un magnífico galope, la artillería de la lógica arremetía y, a las órdenes de la imaginación, los francotiradores apuntaban y disparaban . El papel, decía Balzac, quedaba lleno de tinta, pues los trabajos nocturnos comenzaban y terminaban con torrentes de esa “agua negra”, así como una batalla abre y cierra con los estallidos de la negra pólvora. Esos son los efectos de un buen café (y a veces de uno malo), cuyas cantidades excitantes son difíciles de precisar: quedarse corto es no acceder al modo operístico, escritural, pero excederse es acceder a un estado de ánimo parecido al enojo. Dice Balzac: “La voz sube de tono, los gestos sugieren una impaciencia insana, uno quiere que todo proceda a la velocidad de las ideas, se torna brusco y gruñón por nada. De hecho, uno se convierte en ese veleidoso personaje, El Poeta, condenado por tenderos y compañía”. Uno cree que todos son de su condición, y que han medido sus vidas con cucharadas de café. ¡Ja! Uno cree que es normal beberlo de noche para soñar más rápido y que no es raro saberse condenado, sí, pero no por los tenderos y compañía sino por la adicción a la velocidad, a ese ritmo de vendaval y marejada que produce un disparo de cafeína, ese shot en el corazón de la mañana para detonar el día y encabalgarlo ya no con cucharadas sino con tazas, para sentir sus efectos en una escala “épica” (nuevamente Balzac), y conocer perfectamente la respuesta a aquella pregunta de Camus: “¿Debería matarme o prepararme un café?” No exageraba el argelino: el café salva vidas, y su estímulo es como el de un constante nacimiento o despertar. La vida no es lo que sucede entre una taza y otra, sino las tazas mismas de café concatenándose —lo dijo Bertrand Russell— desde el principio de los tiempos, desde la primera planta que se dejó tostar por el sol de Abisinia hasta este instante en que su aroma se filtra incluso en estos apuntes ligeramente acelerados, como libreto de Rossini, como caballería ligera para conquistar el día.