Auge, decadencia y auge de las redes sociales

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Las redes sociales son aparentes nadas que, para muchísimas personas, lo son todo. Nos hacen preguntarnos sobre la realidad de lo real y sobre la gravitación de la virtualidad en nuestras vidas. Los puntos de contacto entre ambas dimensiones han existido desde hace siglos, siendo la lectura su máxima expresión (un autor y un lector se tocan virtualmente en la lectura), pero la posibilidad de interactuar es nueva, a través de esa mínima e instantánea expresión que es un “me gusta”, comprimida en un icono de corazón.

Y a partir de ahí, de esa engañosa semilla, el crecimiento de la red (voces y resonancias, ecos, reflejos, manipulaciones, reproducciones, diálogos y monólogos, propaganda, guerra y espionaje, verdades y mentiras, bits y bots) es fractal, vertiginoso y tan inconmensurable como el parloteo de los ocho mil millones de habitantes del mundo.

Yo presumo como medalla de honor no saber nada de Facebook, pero ese honor se desmorona cuando confieso mi atracción por Twitter. Ambos medios, y tantos otros, son ya el mensaje, condicionan la realidad y ajustan, inevitablemente, nuestra atención según esta o aquella tendencia que, como poderosas mareas, nos llevan de aquí para allá. No todos vamos en esos barcos, pero sí muchos, y en uno de ellos, Twitter, el capitán se ha vuelto demasiado visible, como un Ahab perorando todos los días sobre su particular ballena blanca, que en este caso es, me temo, el monopolio de la información. Que Elon Musk insista en que Twitter está más vivo que nunca es la principal señal de que agoniza, al menos tal y como lo conocemos. Era inevitable. Yo creo que toda red social, abierta al uso y abuso de sus usuarios, nace condenada y necesariamente se desvirtúa. Son Torres de Babel como algoritmos, teléfonos descompuestos del tamaño del mundo, monólogos simultáneos, ruido mudo. Pero son herramientas fascinantes.

De Twitter me gusta su compresión aforística, el diálogo planetario entre interlocutores que yo elijo y el acceso a una información también curada por mí, por mis gustos, mis inclinaciones y mi subjetividad. Es una ventana por la que me asomo a un mundo que tal vez no existe, o sólo parcialmente, un mundo que, lo sé, no puedo ni quiero conocer en su integridad. Recuerdo a un maestro que leía cinco periódicos todas las mañanas y me pregunto cómo articulaba esa información en su vida, cómo la engarzaba con su desayuno. La visión fragmentaria es nuestra condena, pero también nuestra bendición: la aspiración a la totalidad es tan peligrosa como la aspiración a la Verdad.

Me gusta mucho una anécdota en la que Borges, viejo y ciego, lame el lomo de un libro en una biblioteca de Escocia ante el escándalo del bibliotecario. A muchos nos gusta oler libros, pero lamerlos es otra cosa: hay una humanidad insobornable en ese acto, una fruición absoluta de los sentidos, un contacto primario. Ante el tsunami de la virtualidad basta estirar la mano (o sacar la lengua) y hacer contacto, pero esa evidencia táctil no niega ni rechaza esta otra evidencia, la de la instantánea, asombrosa interconexión global que, sí, desembocará casi con toda seguridad en la falsificación, pero… ¿no pasa igual con las palabras?, ¿no todo lo que decimos se contamina y transforma?