Los aviones

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Acostumbrado como estaba a la lección de los volcanes (la fumarola del Popo como la madre de todas las banderas rojas), tampoco debió sorprenderme tanto que, graduándome en contingencias, mi nueva cátedra fuera vivir una serie de días debajo de una serie de aviones, sí, casi pudiendo ver la avenida aérea que trazan, cada diez minutos, los grandes aeroplanos que vuelan sobre mi cabeza como el ala de la locura, del tránsito, de la fugacidad. 

Si un volcán vivo y rugiendo me tuvo alerta hasta en sueños, la serie de aviones de igual manera me vuelve un escéptico sobre el suelo que piso, como si el cielo que surcan fuera también mi único, ingrávido asidero. A esto (que no es poco, porque el paso de las naves lo monopoliza casi todo) debo agregar que en la casa vecina hay una ruidosa familia coreana, con un radio coreano encendido todo el tiempo. La cantaleta extranjera, que es hermosamente plástica, parece acompañar a las turbinas de los jets que pasan, y uno no puede menos que sentirse perdido en la traducción, viajando, habitando ese interregno característico de los aeropuertos, de los sueños y de la literatura.

Voy en todos los aviones, hablo en coreano con mi nueva y numerosa familia, ¿dónde estoy? Yéndome, me digo, listo siempre por si estallara el volcán, y el rugido de las turbinas es tan fuerte que se confunde con el hilo de pensar. Pero el paréntesis del tránsito, de la traducción, está destinado a desembocar, a llegar. Lo decido así, casi como escogiendo un avión en particular que, ese sí, aterrizará, y su carga, su versión, su traslado lingüístico, seré yo mismo. De unas palabras a otras, descreyendo del cliché de la traición de quien traduce y entendiendo que las pérdidas se multiplican en ganancias: eso me dicen los aviones cuando pasan. Me dicen (los aviones cuando pasan) que la grandeza de Roma, como en el poema de Quevedo, no está en lo firme sino en lo fugitivo, pero yo tengo que aprender a decir otra vez: Roma.

Me pregunto si, cuando vaya yo ya subido en un avión, podré ver allá abajo al hombre hechizado por el tránsito, como un punto fijo que sueña y hace posible toda la dinámica del flujo, del movimiento metafórico que permite asociar una cosa con otra, por disímiles que parezcan. Todo esto pasa en un rectángulo de cielo, como una lámina que se puede ver por ambos lados. ¿Voy? ¿Me quedo? Voy, siempre estoy yéndome pero también ansío, como todo lo que pesa, un centro, gravito hacia el llegar. ¿Será posible cazar la coincidencia de la ensoñación con un número de asiento y pasajero, pesar unas maletas reales y volar con sobrepeso? Unos camiones en el aire pasan, como saurios, y yo viajo con ellos como si leyera un poema coreano y estuviera en el trance de su traducción, perdiendo, ganando, inventando mi propia escritura y brindando con la gran familia.

Aquí (¿dónde es aquí?) se alcanza a oír detrás de las turbinas ese altavoz casero preguntando que si tengo fierro viejo que venda. “Fierro viejo”, pienso, qué raro concepto, pero también los aviones envejecen y todos estos que están pasando serán, están siendo, porque pasan, justamente por eso, fierro viejo. Hay parches de silencio, y luego mucho ruido en la ciudad. Quiero volar. Quiero bajar.