El beso y la distancia

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En 1882, Auguste Rodin esculpió un beso de mármol. No es necesario describirlo: todos lo conocemos, tal vez hasta el hastío. En los albores de la era de la reproducción, la escultura se convirtió en imagen y halló su camino hacia la ubicuidad. Nada más carnal, más próximo que un beso; nada más gélido y distante que el mármol: en esa aparente contradicción, el icono se fijó en el imaginario social y nos fue legado como pasión canónica, pétreo emblema del deseo romántico cuya puerta son los labios. Y la escultura así viajó en el tiempo, admirable como es pero, tal vez, recubierta por el moho del cliché.

Más de un siglo después, cuando una reproducción del Beso languidecía en la galería Tate Modern, otra escultora, la inglesa Cornelia Parker (y decirle escultora es aprisionarla en un cajoncito muy pequeño), admiradora de Rodin pero tal vez cansada del mensaje monolítico de la célebre escultura, decidió complicar el beso, porque las relaciones humanas son complicadas y llenas de aristas, lejanas de la suavidad del mármol. Con un guiño a su admirado Duchamp, que en tiempos de la Segunda Guerra había literalmente enredado una exposición surrealista con una milla de hilo, Parker trasladó la reproducción del Beso de la galería Tate Modern a la Tate Britain y la intervino, también, con una milla de hilo, rodeando y cubriendo a los amantes con una metáfora evidente y plástica. “Fue un gesto punk”, declaró la artista, “un acto deliberadamente provocativo. Se convirtió en una pieza sobre la complicación de las relaciones: los hilos que te unen también te pueden asfixiar”. Cornelia Parker tituló su intervención La distancia: de la proximidad de Rodin a una sofocante milla de hilo. Pero aquí no termina la historia.

Unos años después, miembros del movimiento artístico Stuckismo, enemigos del arte conceptual, vandalizaron la vandalización de Parker y cortaron en fragmentos la milla de hilo que rodeaba a la pareja de Rodin, devolviéndola a la comodidad del arte figurativo y permitiéndole nuevamente respirar. Cornelia Parker no se amedrentó, unió los fragmentos y volvió a enroscar a los amantes con su hilo conceptual (e incluso escondió un arma dentro de otra bola de hilo). 

Así, el icónico beso ha sido el soporte de las tensiones de la historia del arte en los últimos dos siglos, y hoy lo podemos ver y admirar en toda su paradójica belleza, hilo incluido, como si fuera ajeno a nuestras interpretaciones e incluso adoptara con elegancia lo que originalmente quiso ser una provocación, un gesto punk. Amantes enredados en un beso de mármol, luego enredados en un hilo, luego liberados del enredo y vueltos a enredar con los fragmentos de la liberación: acaso esa pareja está a la espera de que un nuevo capítulo de la historia del arte sea escrito sobre su piel de piedra. Habría que comenzar por preguntarnos, hoy, sin haber salido aún de las garras de la pandemia y en una nueva era de viralizaciones delirantes e instantáneas, qué es un beso, y cómo queremos reproducirlo.