Beso de lengua

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Estaba yo rompiéndome la cabeza imaginando los alcances que la inteligencia artificial podría llegar a tener en cuanto a escritura (no hablemos de otras disciplinas: acabo de ver cómo un robot perfectamente programado reproduce una escultura de Miguel Ángel), los alcances, sí, pero también los límites:

En el vasto universo de autoaprendizaje de una aplicación como ChatGTP se puede conquistar una sintaxis perfecta e incluso redactar una novela en la que se fundan los estilos de, digamos, Emmanuel Carrère y Karl Ove Knausgard, pero no penetrar el misterio de la subjetividad, crucial en el arte de escribir, y menos condimentar un texto con el más humano de los ingredientes: el error, la natural cacofonía, ésa apenas perceptible rima fea que es nuestro más genuino CAPTCHA. La inteligencia artificial, campeona de la reproducción y el simulacro, imbatible como gélida imitadora, acaso necesitaría haber nacido de madre y contemplar su muerte en un horizonte no lejano para componer un endecasílabo convincente y propio.

Decía que en esas estaba cuando leí que unos estudiantes chinos inventaron un artefacto para dar besos a distancia, besos remotos. La máquina de besar transmite toda la información del beso del usuario, reunida con sensores de movimiento, y la reproduce a través de unos labios de silicón que se mueven simultáneamente al beso original… Ah, mundo sorprendente. El artefacto, por supuesto, también reproduce el sonido (ése suavísimo chasquido) del beso y sube ligeramente de temperatura conforme el beso se lleva a cabo. El artefacto se puede enchufar en tu teléfono como una prótesis de tu instinto besador, y así puedes no sentirte tan lejos de tu amante cuando las millas y los océanos los separan. De la aburrida reproducción de tan amena noticia por parte de las agencias internacionales, y de las miles de reacciones, positivas y negativas, que de inmediato y durante un par de días inundaron los espacios de la red, rescato tres palabras de una usuaria de Twitter que, creo, resumen la cuestión y acaso la zanjan para siempre: “¿Y la lengua?”

Sí señor. Olvidemos la idea, ya vieja, de unos besos de silicón. Olvidemos la imagen de alguien besuqueándose con su iPhone, y sencillamente preguntemos: ¿Y la lengua? ¿Se puede sin lengua dar besos chafados, blandos, anchos como el peso de la plastilina?, ¿besos oscuros como túneles de donde no se sale vivo?, ¿deslumbrantes como el estallido de la fe?, ¿sentidos como algo que te arrancan?, ¿comunicantes como los vasos comunicantes?, ¿penetrantes como la noche glacial en que todos nos abandonaron? (Gracias, Tomás Segovia.) No señor, sin lengua no hay beso que merezca ese nombre, y no hay estudiante chino capaz de diseñar una lengua simultáneamente universal y única, una lengua exploradora como el pez del deseo, una lengua ahíta de feromonas e invitación, una lengua intuitiva, ciega y alerta, más penetrante que la mirada y más candente y dulce que las manos.

¿Qué nos diferencia del potentísimo cerebro de la inteligencia artificial y sus mil y un artilugios, inteligencia que ahora mismo se canibaliza para robustecerse y ser perfectamente amenazante? La subjetividad, ya lo dijimos. El error, también ya lo dijimos. Y la lengua. El beso de lengua: tal vez ahí se fije nuestra última línea de defensa.