Calasso y los dioses

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio TrujilloLa Razón de México
Por:

Roberto Calasso (1941-2021) está leyendo, con lupa, uno de los primeros poemas de Rimbaud, “Sol y carne”. Nosotros leemos a Calasso, lo leemos leer. El ejercicio parecería condenarnos a una tercera potencia pasiva, resignada a la admiración, pero Calasso (como George Steiner y como Pascal Quignard) es un maestro de la divulgación que jamás demerita su propio medio, el ensayo, ni reprime el componente creativo de la lectura.

Leer es hacer, descubrir, reformular, cotejar y conquistar. Calasso nos enseña eso conforme él mismo lee y nos encadena, a través de su chisporroteante erudición, a los pliegues del tiempo, en donde aún hierven la historia, la leyenda y los mitos. Calasso, decíamos, está leyendo un poema de Rimbaud. Llega al final, un final trepidante en el que descubrimos que, en medio del bosque, en “el horror de los árboles”, habitan unos mármoles que son los Dioses. Calasso anota: “Ahora ya sabemos dónde terminaron los dioses. Son estatuas escondidas en el bosque, perforadas por nidos de pájaros. Y desde ahí, como siempre, nos observan, nos escuchan”. Aunque el hombre, desde su ego, parece haberlos olvidado o no temerles, “los dioses, en su silencio de piedra, continúan siguiéndolo, indiferentes a cultos, a devociones y maldiciones. Los dioses pueden aparecer y desaparecer de la visión humana, según los lugares en los que se establezcan. Pero siempre son —y observan”. En estas líneas se cifra toda la poética de Calasso, que en todos y cada uno de sus libros nos ha invitado a reincorporar a los dioses a nuestro mundo. Ellos siempre han estado aquí, por lo demás (solemos advertirlos en la belleza, pero también los anuncia nuestra violencia sacrificial). Calasso entiende el mundo como una serie de jeroglíficos a descifrar, de mensajes vivos, de conversaciones que no han terminado. Pero hay algo más en esas líneas, una sorprendente revelación: los dioses siguen al hombre, “continúan siguiéndolo”. No es a la inversa, no somos nosotros los que seguimos a los dioses, sino ellos a nosotros. No hay dioses sin hombres, su épica universal requiere de nuestra voz, de nuestra fragilidad, de nuestra lectura. Al final de toda gran cosmogonía siempre hay un ser humano que, acaso sin saberlo bien, la hace posible. Pero Calasso sí lo sabía bien, y emprendió un proyecto que duró toda su vida y cuya ambición, ahora que ha muerto, apenas comenzamos a entender: redactar la fascinante historia de los dioses, tanto de Occidente como de Oriente, y así vivificar nuestro presente, tan gris, tan vacuo, tan superficial. Los dioses son indiferentes a nuestros cultos y devociones (y maldiciones), trascienden la religiosidad de pacotilla y se asientan a observarnos. Ellos nos siguen y observan porque viven en nuestras historias. Calasso afirmó: “Una vida en que los dioses no estén invitados no vale la pena vivirse. Podrá ser más tranquila, pero no tendrá historias”. Con una erudición casi aberrante, Calasso nos ha hecho el favor de invitar a los dioses a nuestras vidas, y de demostrarnos que siempre han estado ahí, aquí. Él ha roto el silencio de piedra de los dioses y los ha puesto a hablar para nosotros. Ese legado es invaluable.

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.