D. H. Lawrence, ¿espía alemán?

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

La respuesta es no, por supuesto que Lawrence no fue un espía alemán. De hecho, detestaba la guerra, y fue precisamente esa vociferante postura antibélica la que desató, hace poco más de un siglo, la sospecha generalizada de que el autor de Hijos y amantes trabajaba para las Potencias Centrales.

La historia es sencilla y tiene que ver con un pueblo famosamente hermoso, Zennor, en la región de Cornwall, Inglaterra. En 1916, Lawrence y su esposa alemana, Emma Maria Frieda Johanna Freiin von Richthofen, entraron al pub de Zennor, el Tinners Arms, construido en el siglo XIII, y decidieron quedarse un año en el lugar. Lawrence escribió: “Zennor es un lugar muy bello, un diminuto pueblo de granito enclavado bajo los toscos montes y con un encantador brochazo de mar al fondo, qué mar encantador, más que el Mediterráneo… Es el mejor lugar en el que he estado, creo.”   

Lawrence y Frieda rentaron una cabaña y la llenaron con muebles de segunda. Cuando no estaba trabajando en Mujeres enamoradas (para muchos su mejor novela), Lawrence despotricaba contra la Gran Guerra y les decía a los locales que los periódicos contaban puras mentiras. Frieda le pedía prudencia. Los habitantes de Zennor comenzaron a sospechar que eran espías: un hombre con binoculares los vigilaba detrás de un muro de piedra; por las noches, otros hombres se colocaban debajo de su ventana para intentar escucharlos: desafiantemente, Lawrence cantaba para ellos canciones populares alemanas. Por si eso fuera poco, el primo de Frieda era Manfred von Richthofen, ni más ni menos que el as conocido como Barón Rojo. La paranoia de la guerra cundía en Cornwall y los rumores sobre ellos se intensificaban. Lawrence lo cuenta en el capítulo “Nightmare” de su novela Kangaroo: las parpadeantes luces de su cabaña eran señales enviadas a los submarinos alemanes; el humo de la chimenea, y la ropa tendida afuera, eran mensajes codificados; ni qué decir del constante aporreo sobre la máquina de escribir… La ponzoña, infaliblemente, hizo efecto, y un día fueron detenidos por una patrulla militar, bajo el supuesto de que su barra de pan era una cámara… La policía registró su cabaña y finalmente les ordenaron dejar Cornwall. Ah, Cornualles…Hoy aún se puede ver gente con gorras que dicen “Turistas fuera”, y es sabido que la región libró constantes batallas (perdiéndolas casi todas) contra la propia Corona inglesa. En la extremidad de la isla británica, la garra cornuallesa, tallada a golpes de piedra contra el mar metálico, es rabiosamente orgullosa e independiente.

Tal vez por todo ello, Lawrence se refiere con estas palabras a ese rincón del mundo que es Cornwall: “No es realmente Inglaterra, ni siquiera es la Cristiandad. Tiene… ese destello de la conciencia celta”.

Años y décadas después, la gente seguía peregrinando a esa cabaña en Zennor donde el gran D. H. Lawrence escribió Mujeres enamoradas, y donde, según los locales de aquellos días, guardaba un depósito secreto de combustible para los buques alemanes.