El espejo animal

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Aquí donde vivo, todo se ha llenado de caracoles: es difícil no cruzarse con su milimétrico, perseverante y baboso andar. Esa empresa, la de la progresión del caracol, es para el poeta Thom Gunn “una lenta pasión”, un desplazamiento “en un bosque de deseo”. Tal vez los animales sean metáforas vivas que, curiosamente, explican nuestra humanidad, espejos para entendernos.

La poesía de todos los tiempos abunda en esa fascinación, en esa mirada que se animaliza o, a la inversa, en esos animales humanizados por nuestro mirar. El tigre de Blake, el albatros de Baudelaire y el ruiseñor de Keats son algunos ejemplos clásicos de ese siempre aleccionador género literario (¡y el águila de Tennyson!). Toda la octava elegía de Duino, de Rilke, es una extraordinaria intuición de la libertad del animal fuera del tiempo: con el final detrás y Dios delante, cuando el animal anda, anda en la eternidad… Pero no todo en el género son profundas reflexiones filosóficas; de hecho, es la perfecta simplicidad animal la que hechiza a los poetas y les ahorra el discurso metafísico: basta el canto de una alondra para que Basho entienda que morirán las generaciones de los hombres, pero habrá poesía. A D. H. Lawrence le obsesionó tanto la observación animal, que en su obra poética hay todo un subgénero dedicado a las tortugas, a su nacimiento en soledad, a su galanteo, a sus relaciones familiares... Ted Hughes, gran poeta del mundo animal, se descubre fascinado por el salvajismo amoral de las bestias (la vocación carnívora del halcón) y por nuestra relación, siempre algo brutal, con ellas, como en su crudo poema sobre el descornamiento de unos terneros. En esa línea, Galway Kinnell destaca con su tremendo poema “El oso”, un texto lleno de heces y sangre en el que ya no sabemos si se está expresando el ser humano o el animal mismo… El encuentro de ambos mundos puede ser dramático, como el erizo atorado entre las aspas de la podadora en un poema de Larkin, o simpáticamente incómodo, como ese mosquito de Quevedo al que llama “ministril de las ronchas y picadas”. En el podio de los poetas que mejor han capturado nuestro asombro y deslumbramiento ante los animales debe estar siempre Elizabeth Bishop, con “El alce”, “El armadillo”, con su extraordinario “Perro rosa”, pero sobre todo con su merecidamente célebre “El pez”, al que la poeta atrapa y saca parcialmente del agua para mirarlo cara a cara, ojo a ojo, mientras el animal agoniza en “el terrible oxígeno”: al observarlo, al admirar ese formidable organismo frente a ella, descubre cinco viejos anzuelos agarrados de la boca del pez, como medallas, “como una barba de sabiduría”, y lo devuelve al agua… Pero mi favorito personal es el poeta peruano José Watanabe, con su lenguado, su mantis religiosa, su fina liebre indiscernible entre los búfalos, su pato recortado frente al sol en el momento en que lo alcanza un escopetazo, su oruga y, sobre todo, su ballena. Ay, la ballena de Watanabe… Son diecinueve versos perfectos en que una ballena varada le inspira al poeta imágenes de gran belleza y patetismo. Al invitarnos a contemplar al animal varado, dice:

“Vamos a ver cómo llora mostrando/

sus torpes aletas

que no pueden ofrecernos una flor

entre dos dedos”.

Lo que sí puede hacer la ballena es lamentarse “con su famosa voz de soprano”. Y así, mirándose en el espejo del cetáceo, humanizándolo, el poeta toca su verdadero tema: la soledad, el desamparo y la extrañeza del mundo, de este orbe insólito que compartimos con los animales.