La poeta maldita

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio TrujilloLa Razón de México
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De ella escribió Baudelaire: “Si el grito, si el suspiro natural de un alma acongojada, si la desesperada ambición del corazón, si las facultades súbitas, irreflexivas, si todo cuanto es gratuito y viene de Dios bastan para hacer al gran poeta, Marceline Valmore es y será siempre un gran poeta”. ¿Quién? En efecto, el nombre no nos dice nada, pero Marceline Desbordes-Valmore fue en su día (aunque ya cerca del anochecer) una poeta leída y admirada por sus pares.

Fue, sobre todo, la única mujer incluida en el célebre libro-antología de Paul Verlaine, Los poetas malditos, en el que el autor alcanzó a ver a la posteridad rindiéndole culto a Rimbaud, a Mallarmé, a Villiers de L’isle-Adam, pero erró la profecía con Marceline, desvanecida entre los pliegues del tiempo. Es ya un milagro que Verlaine la haya incluido entre sus malditos, y que la haya descubierto, obligado por Rimbaud a leer todo lo que pudiera de ella, y atento a los elogios que le dedicaba Barbey d’Aurevilly. Poeta maldita, maldecida por un destino cruel y una condición que entonces, y aun hoy, tenía que batallar el doble:

“Te escribo, aunque ya sé

[que ninguna mujer

debe escribir]”.

Son los primeros dos versos suyos que cita Verlaine, y valen como declaración de principios, hoja de ruta y carta de intenciones de la poeta que no piensa callar. Tal vez sin darse cuenta, al hablar de ella Baudelaire enumera algunos rasgos del malditismo: el grito, el suspiro de un alma acongojada, la desesperada ambición del corazón, las facultades irreflexivas… Marceline Valmore

reunía naturalmente esos rasgos, y una biografía plena de congojas y gritos: niña de la Revolución Francesa, actriz de la Ópera Cómica, madre de niños que murieron uno tras otro, amante de hombres tóxicos, todo en ella cabe en ese “reír llorando” característico de la persona transformada en personaje, maldita en este caso, una figura que con los años y las décadas se fue caricaturizando hasta perder su esencia original.

Una Anne Sexton, una Rosario Castellanos descienden directamente de la poesía de Desbordes-Valmore, atravesada por el dolor, por la maternidad y por el dolor de la maternidad, temática ésta que no había consagrado la poesía, y que aun así, al final de su vida, llamó poderosamente la atención de lectores como Saint-Beuve y Balzac.

Por las muchas temáticas de su obra, Verlaine la compara con una “iglesia de cien capillas”, y la cita profusamente, añadiendo: “Si, rivalizando con los mejores elegíacos, alguna vez la pasión ha sido bien expresada, es sin duda en estos trozos, a los que no quiero juzgar”. Pero juzga, cómo no, y al final de su semblanza remata así, ni más ni menos: “Proclamamos en voz alta e inteligible que Marceline Desbordes-Valmore es sencillamente —con Georges Sand— la única mujer de genio y de talento de este siglo, y de todos los siglos, en compañía de Safo, quizá, y de Santa Teresa”.

Habrá que decir que incluso la justa inclusión de Verlaine proviene, a ratos, de una lectura equivocada, que juzga las “amistades puras y los amores castos” de la “divina mujer”, pero ello no debe quitarle mérito al reconocimiento de un poeta a otro cuando casi nadie la volteaba a ver a ella como escritora, maldita

entre malditos.