Reiniciar

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Me mudé de una ciudad de 22 millones de habitantes a un pueblo de 236 personas. Este dato, que se escribe rápido, se vive con sorpresa, pasmo y algo parecido al desequilibrio. Es probable que necesite un casco de astronauta para acostumbrarme gradualmente a la potencia de este aire tan limpio. 

Mutante chilango como he sido toda mi vida, la vista se me desfonda y huye desconcertada por este vasto espacio que no recorta ningún edificio, entonces me intoxico de horizonte y me ilumino de inmenso (para recordar a Ungaretti). Aquí comienza un borde del planeta, casi podría decir que aquí termina. El pueblo es de piedra y está rodeado de sembradíos verdes y de un mar azul y plata. No me quejaré. Las campanadas de la iglesia dan la hora. Mi idea del tiempo se descomprime, se elonga, se transforma, y el silencio es un animal de dorso acariciable.

Es fascinante corroborar lo que debería ser una perogrullada: la vida mejora simplificándola, restando y no sumando, o al menos así me lo parece a mí. Tengo una abundancia obscena de cielo y cientos de tonalidades diferentes en la luz: no me doy abasto. Lo único que se acumula aquí son las capas de ropa para combatir el frío, y ese mismo frío es un acicate para la actividad corporal y el trabajo, pues en el instante en que te detienes te comienza a mordisquear un viento gélido, o así lo siento yo (los locales me dicen, divertidos, que es un noviembre caliente). Y corro, porque me gusta correr, pero aquí se camina, como caminaban millas y millas los poetas isabelinos. Caminar es un arte, una dinámica de conocimiento, un ejercicio de empatía con el entorno. No pasear, no flanear (como pedía Baudelaire) sin rumbo por las callejuelas de la ciudad, sino tomar el camino del valle, del monte, ir de un pueblo a otro, echar a andar la coxofemoral por dos, tres, cuatro horas, y por supuesto que existe un término para ese largo caminar en el campo: to ramble. “Wordsworth was a rambler”, me dicen. Salivo ante mi propia metamorfosis de peatón a “rambler”, que definitivamente no son lo mismo. Y me duele, claro, cada fibra de las piernas. Es un dolor que agradezco.

Sé que estoy descubriendo el hilo negro, pero los contrastes son tan marcados que no puedo evitar verlo todo como un mundo nuevo que es, en realidad, muy viejo, un mundo de agua, tierra y piedra. Un mundo que fue de pescadores y mineros, un territorio que fue y es imán de pintores (abundan en estas coordenadas) y que es hoy, para la rabia de los locales, una irresistible coordenada turística que lo ha cambiado todo un poco. Pero sólo un poco: aún se respira un aire celta, aún se siente una bella rudeza en la atmósfera que te obliga a conquistarla con trabajo y devoción.

¿Qué hace un chilango en la bella Cornualles, casi extraviado en este pliegue del mundo? Estoy cambiando y desplazando mi perspectiva, nomás para aprender. Es como si me hubiera mudado a una novela de Daphne du Maurier. Y desde aquí quiero voltear a ver a México y entenderlo mejor, ya fuera de la maraña de cables cruzados que es mi enloquecida ciudad. Distancia, silencio, ajuste de dioptrías para ver mejor y dar clic en “reiniciar”.