Volver a respirar

Entreparéntesis

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Por:

Cuando me desperté, la pandemia todavía estaba aquí, no era uno de esos largos sueños que se confunden con la realidad: perseveraba, y traía consigo la cifra de seiscientos mil, y sumando. Seiscientos mil es una cifra impensable, casi una abstracción, mejor sería pensar en uno, un solo muerto cercano para sensibilizarnos y comenzar a aprehender. Pero las cifras están inevitablemente cargadas de política, son ya parte de un discurso sancionado, de un tétrico contador global al que parecemos rezarle en la más negra de las misas. El dios del momento es un virus cuyo protagonismo está fuera de control y por el cual optamos porque nos exculpa, siendo apenas un agente (como lo ha señalado en un espléndido texto Ariel Guzik) con la mala nueva de nuestro pésimo desempeño como especie. Y aquí estamos, aislados, enmascarados, asintomáticos pero inoculados de información, rebaño esperando a que el semáforo cambie de color.

La esperanza de un desconfinamiento, producto de discursos contradictorios y caóticos, se ha dado de bruces con la realidad de los rebrotes y de un pico entercado en perpetuarse en nuestras gráficas. Es particularmente cruel que te permitan asomar la cara tan sólo para azotarte la puerta, pero uno comienza a resignarse (sólo un poco) al estado de las cosas. Los deportes se juegan a puertas cerradas, y el sonido de un batazo en un parque vacío produce un eco desolador que seguirá resonando por días y días. Florecen nuevas creatividades, minúsculas industrias domésticas, sinfonías sincronizadas por Zoom, modelos híbridos de trabajo, conversaciones cargadas de sentido, apreciaciones de lo básico digno, relecturas del enigma del tiempo, pero una resistencia no ajena al optimismo aún nos tiene tensos y en pie de lucha contra qué. Contra qué. Contra la inmolación del planeta. Contra la insaciabilidad que nos caracteriza. Contra nuestro propio instinto depredador. Contra las fuerzas que no sólo le dan la espalda a una hoja de hierba sino que la decapitan. Contra el olvido de la prehistoria, que Pascal Quignard definió como “la extremadamente larga historia del exterminio de la megafauna”. Y a favor de nuestro propio cuerpo y entorno como nudos cruciales de una red vastísima, acaso infinita.

Una escritora, Susan Orlean, se emborrachó sonoramente en redes sociales. Acusaba el hartazgo del encierro y se propinó una curda memorable y, sobre todo, pública, exponiendo una compartida vulnerabilidad. Todos fuimos un poco ella, que funcionó como válvula de escape colectiva sin dejar en ningún momento de reírse de sí misma. Vendrá, lo sabemos, una resaca colosal, y cuando despertemos la pandemia seguirá todavía aquí, poniéndonos a prueba, tomando la medida de nuestra resistencia, de nuestra capacidad de adaptación y de autocrítica. El célebre filósofo Pangloss decía, mientras lo intentaban ahorcar, que las cosas suceden porque suceden y que estamos en el mejor de los mundos posibles. Lo escuchamos, ya no tan cándidos, y queremos ejercer nuestro albedrío, lanzarnos al mar a rescatar a un amigo, ir redactando nuestro guión. Nos subleva la idea de un planeta con mascarilla. Tenemos que volver a respirar.