Julio Trujillo

Wimbledon y el parricidio mitológico

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En la final de hombres en Wimbledon me descubrí apoyando, para mi propia sorpresa, a Novak Djokovic. Lo natural era sumarse al apoyo generalizado a la juventud y la fuerza (y al idioma de Cervantes, cómo no), plegarse al proceso irremediable, bello en su drama, en que una flamante generación desplaza a la última línea de veteranos, condecoradísimos éstos, hambrientos aquéllos, y celebrar ese ritual como el guion inevitable de la historia del mundo.

Pero, tal vez por mi edad, tal vez por un sentimiento de empatía con quien nada a contracorriente en aguas demasiado hostiles, no pude celebrar ese ritual. Pude, sí, reconocer en Carlos Alcaraz a un tenista tan completo que ya incluye en su caja de herramientas, a los veinte años, ese precioso y frágil utensilio: la fuerza mental, tanto más importante que la física. Pude ver un tenis de poder contrapunteado con pinceladas de suavidad y pude ver, sobre todo, a dos mortales construyendo un mito, pero también reeditándolo, ese último mito de la modernidad: el asesinato del padre o parricidio.

Herido de muerte (al menos para ese encuentro en particular), Djokovic concede con elegancia el ascenso de Alcaraz al olimpo del tenis, que es mucho más que sólo “tenis” (¿es necesario decirlo?), y en esa escena final (hubo otras, como el decisivo juego de 26 minutos del segundo set, como el destrozo de la raqueta del serbio al perder una batalla paralela: la batalla de nervios) se reforzó con increíble pathos ese mito que siempre nos ha acompañado y que Hesíodo registró por primera vez en su Teogonía u origen de los dioses. Recordémoslo: Urano fue el creador del universo, y Cronos, su hijo, estaba celoso de él (como cualquier joven tenista estaría celoso de los 23 grand slams de Djokovic) y lo mató, castrándolo (Vasari, Caravaggio, Galestruzzi han pintado ese momento clásico). Urano, hay que decirlo, no era un buen bicho: había hecho sufrir a la gran Gea, diosa de la tierra, con la que tuvo a sus hijos, y es así que uno de ellos, Cronos, el titán, vertió la sangre de su padre sobre el mundo, dando origen a los gigantes.

(Entre paréntesis, vale anotar que hay un proceso de humanización en el linaje decadente de los dioses, que pasan de ser todopoderosos a nada más titanes, y luego a gigantes, y luego a meros hombres que circulan como nosotros, tal vez con una vaga intuición, tal vez con el recuerdo lejanísimo de un pasado glorioso.)

Pero la historia, por supuesto, no termina ahí, pues la “titanomaquia” nos cuenta que Cronos, a su vez, fue derrocado y asesinado por su hijo, un tal Zeus… Así se regeneran las generaciones y la Historia misma se refresca, no sin sacrificios, no sin sangre. Nosotros hemos vivido el auge y decadencia de Federer, Nadal y ahora Djokovic (que a su vez destronaron a Agassi, que destronó a McEnroe, que destronó a Borg, etc.) . Es el tiempo de Alcaraz, y ¡que viva!, pero él mismo sabe que ya late el corazón de un niño de tal vez cinco años, que se prepara para asesinarlo. El regalo de la final de Wimbledon fue la compactación de esa metáfora en cinco horas de hermosísima y dramática confrontación.