Desde el jardín

COLUMNA INVITADA

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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La política y los discurso

¿Y si todo fuera una tontería, simplemente una chapucería? ¿Si las promesas que los políticos hacen en sus campañas fueran puros blefs que lo único que buscan es diferenciarse lo más posible de las cosas que dicen los otros, los adversarios, para ganarles?

Supongamos que así fuera, y que lo que sucedería en el caso de los rejuntes fusionados más o menos mal para presentarse a elecciones, en el caso de ganar, fuera lo siguiente: “Bueno, ganamos, ahora hay que hacer algo”. O: “Dijimos lo necesario para ganar, ahora inventemos”.

Desarrollo mi suposición sin animadversión contra la idea de invención, al contrario. Creo que incluso los gobiernos más organizados y serios, sin la aptitud necesaria para inventar allí donde lo único que hay son problemas y conflictos, serían inviables.

Pero no me refiero a esa invención saludable de la intuición y el talento. No, me refiero más bien a la improvisación desmedida e indisimulable. Rasgos que se dejan pescar en el flujo lento de voceros supuestamente locuaces y en el titubeo trémulo de ministros que, al menos en sus áreas de incumbencia, deberían ser asertivos. 

Desde el jardín

La película protagonizada por Peter Sellers, basada en Being there, novela de Jerzy Kosinski, muestra por medio del absurdo y en tono de comedia cómo un lugar tan importante como el de mandatario de una potencia mundial puede ser ocupado por cualquiera. Incluso por una persona ramplona y medio boba; a condición, eso sí, de que la creencia de los otros lo sostenga en ese lugar. 

Dicho de otra manera, las lagunas de la ignorancia, la tontería y la puerilidad pueden ser rellenadas con sentido. Me refiero a una proliferación ortopédica de sentido prestado que el entorno, los votantes, la sociedad, depositan en el pozo vacío de la estupidez del gobernante electo.

De ninguna manera comparo a Chauncey Gardiner -el personaje de la novela de Kosinski encarnado por Sellers- con el presidente actual de mi país, Javier Milei. En Desde el jardín se trataba de alguien a merced de las circunstancias, un simple jardinero que estaba en el lugar indicado en el momento justo para recibir una promoción totalmente inesperada y por eso mismo incomprendida por él.

Milei, en cambio, se ha constituido en líder de una fuerza política, ha competido en elecciones y ha ganado. El personaje y las circunstancias difieren. Sin embargo, me parece que la enseñanza de la ficción de Kosinski permanece intacta: sin un montón de sentido ortopédico y prestado que rellene los agujeros de la ignorancia, la estupidez y el vacío de saber hacer no hay gobierno posible.

Lo digo como enunciado general y ahora matizo: en algunos casos, los remiendos prestados por el viento social que empuja las velas de la tontería que inadvertidamente mueven el barco son más evidentes. En otros casos, la astucia del político de turno puede advenir postreramente a argumentar de qué modo y con cuánta anticipación todos los escenarios posibles habían sido previstos.

Entre tontería y canallada

Hace muchos años publicaba mi primer libro, Estructura del insulto (2009). En él analizaba con cierto detalle la diferencia entre términos de uso corriente en el castellano rioplatense: “boludo” e “hijo de puta”. Como sucede siempre -al menos a mí- escribir un libro es un modo de aprender muchas cosas sobre un tema. Aquel trabajo me llevó a investigar sobre un vel que no había tenido en cuenta hasta entonces: el carácter anfibólico, desde el punto de vista ético, del par canalla / tonto (versiones menos groseras de los otros dos términos coloquiales).

Cierta veleidad de esas palabras, que pueden significar insultos, amistad e incluso admiración, da cuenta, desde el punto de vista psicoanalítico, de distintas posiciones que quedan vacantes al tomar contacto con la falta estructural de garantías.

Dicho de otra manera: la variabilidad semántica involucrada en los usos de esos términos alude a posiciones éticas diversas que se ponen en juego ante el problema de la inexistencia de La verdad revelada, ante la constatación de que no hay un Otro completo e infalible, capaz de tener respuestas para todas las cosas y de saberlo todo.

Las dos posiciones éticas mentadas por esos dos términos -ya sea en sus vertientes guarra o educada: boludo o hijo de puta, tonto o canalla- caracterizan un acto electivo que necesariamente se pone en juego ante la constatación de que Dios ha muerto, tal la sentencia nietzschiana -me refiero al dios de los filósofos, al argumento de autoridad que explica la realidad y sirve de fundamento para nuestras elucubraciones-.

Quien ocupa el lugar de autoridad, quien ejerce algún poder está en situación de asimetría respecto de quienes se lo conceden: los pacientes, los alumnos, los empleados, los feligreses, los gobernados.

Si Dios ha muerto, si no hay un Otro que se las sepa todas, entonces quien ejerce el poder que los otros -los gobernados- le otorgan, hace uso de la prerrogativa de encarnar el lugar de un Otro poderoso inexistente. 

Desde el jardín
Desde el jardínFoto: Especial

La ética de no dejar afuera a la gente

Por eso mismo, para evitar los vicios del poder, nuestro sistema de gobierno impone una serie de factores que lo morigeran: la división de poderes, la permutación de los cargos instaurada por las elecciones periódicas y la limitación del número de reelecciones posibles tal vez sean los principales.

Mientras tanto, el mandatario ve, desde una perspectiva inimaginable para quienes pensamos desde el llano, hasta qué punto su función lo lleva a ejercer el poder desde un lugar que alude a una figura inexistente. Gobernar es tomar el timón de un navío que no tiene la cabina del capitán, ni timón. A cambio, como remedo malo, ofrece un lugar de presidente para que alguien que ha conseguido convencer al electorado ocupe ese sitial.

Aquí propongo pensar ese lugar, el de la presidencia, como un monumento erigido en conmemoración de ese Dios que ha muerto, de ese Otro todopoderoso que no existe. Quien lo ocupe, quien pretenda ejercer el poder desde allí, según entiendo, tiene dos posibilidades: a) desconocer esa situación y suponer que en realidad él es El mandatario (a menos que se esté muy loco, supongo imposible desconocer las limitaciones que la realidad impone); b) ejercer el poder sabiendo que como Dios ha muerto y no hay un Otro todopoderoso, por eso mismo, él tampoco lo es.

Llegué hasta este punto para decir lo siguiente: la primera posición, si es advertida por el gobernante, se corresponde con la canallada (si la infatuación es inadvertida se trata de un loco). ¿Eso qué significa? Significa que advertido de que no hay La autoridad, El Otro, el personaje de turno sin embargo lo encarna para, desde allí, someter y sojuzgar a los pobres tontos que le conceden el poder y que con tal concesión lo sostienen.

La historia caracteriza como “revolución” a los momentos en que los gobernados oprimidos y sojuzgados advierten que debajo de los vestidos de los gobernantes habita un canalla, y da muestras de cómo ese momento, el de la caída del poder otrora concedido, hace emerger en toda su desnudez al canalla devenido tonto.

Allí, en ese momento de acmé, la canallada y la tontería muestran sus vasos comunicantes que distribuyen un flujo anímico que alimenta a una o a otra. La diferencia es ética: el gobernante debe elegir si comportarse como un canalla y, como un dios apócrifo, oprimir a su pueblo; o bien, cuidarlo, aun al precio de quedar como un tonto.  

* Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Profesor y Licenciado en Psicología (UBA). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).