Pedro Sánchez Rodríguez

Los sucesores

CARTAS POLÍTICAS

Pedro Sánchez Rodríguez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Pedro Sánchez Rodríguez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

No hay un evento más importante en la grilla mexicana que la sucesión presidencial. Es así, porque dentro de este evento se elucubra sobre el futuro de todo un país. 

Es un evento, sin duda, importante, que le da contenido a la conversación pública, que desata airadas pasiones y teorías de la conspiración. Miles de personas invierten genio, tinta y, literalmente, dinero para prepararse a la potencial llegada de un personaje que tendrá la potestad de decidir sobre la continuidad o la creación de nuevas políticas públicas, influir en la agenda legislativa y representar los intereses nacionales en el extranjero.

Desde un punto de vista macropolítico, la llegada a la democracia en México, simbolizado con la llegada de Vicente Fox en el 2000, significó un cambio en el juego de la sucesión presidencial con relación a los sexenios priistas que le antecedieron. En resultados, uno no podría decir que ha habido un cambio sustancial en materia de políticas públicas, desarrollo económico, ni bienestar de la población. La democracia ha generado, y no es cosa menor, estabilidad macroeconómica y paz política, pero no ha generado ni hazañas notables, ni catástrofes irrecuperables.

Por supuesto, el que no haya cambios sustanciales, ni para bien, ni para mal, implica que continuamos enfrentándonos a la desigualdad rampante, la violencia del crimen organizado y del narcotráfico, la pobreza insultante, la corrupción cínica o el crecimiento mediocre. La democracia no genera héroes nacionales y menos tiranos deleznables. En todo caso y, bien entendida y ejecutada, da la posibilidad de generar consensos amplios producto de la reflexión, la conversación, el análisis y el estudio que pudieran sentar las bases para una política clara de solución de problemas.

En un país democrático no necesitamos ni caudillos, ni santos. Cuando se analiza cuál es el perfil óptimo para ocupar la silla presidencial, uno no puede únicamente centrarse en el carisma popular, el pragmatismo político, la preparación académica, ni la ambiciosa trayectoria que reúne un personaje, sino también en su inteligencia para reunir a su alrededor al equipo necesario para generar políticas públicas acordes a los problemas públicos que se enfrentan, su habilidad para generar una coalición política, económica y social que le dé legitimidad a su propuesta, su asertividad para poner por encima o por debajo su sesgo ideológico, y sus promesas de acuerdo a las circunstancias que se le presenten.

El Presidente, en un país democrático, no es un ser plenipotenciario ni todopoderoso, es una ficha importante dentro del equilibrio que debe de existir entre el poder ejecutivo, legislativo y judicial, para generar legislación y políticas públicas, pero también para garantizar su ejecución, supervisión y corrección. En este sentido, el Presidente ideal es una buena persona, un buen tipo, una persona razonable, que sopesa entre bienes y males para generar resultados. De ésos, hay muchos en México y en el mundo, pero muy pocos llegan a ser presidentes.

La sucesión presidencial no es una carrera para encontrar al mejor Presidente. Es más bien una feroz competencia por colocar a quién puede ganar las elecciones. El que se las lleva normalmente no es el doctor del Colmex ni el que ha dedicado su vida a salvar migrantes en la frontera; ni el ciudadano ejemplar que nunca ha tenido una multa de tránsito. Si uno eligiera aleatoriamente entre los ciudadanos mayores de edad, es posible que resulte electa una persona más honesta y con menos faltas cívicas, que las personalidades que están aspirando a la silla presidencial y que tienen posibilidades reales de ocuparla.

Por supuesto, esta situación se debe más a lo que se necesita para estar en posibilidades reales de ocupar la silla presidencial que a la integridad de los candidatos. Para ser uno entre la lista de elegibles, se debe bucear en el mundo de la política electoral. Vender el alma al diablo y luego al electorado. Hacer y cobrar favores, antes que carreteras, escuelas y hospitales. Ser fluido en el arte de las mentiras piadosas y un operador inmisericorde cuando la situación lo exige. Sonreír aunque la sangre se acumule en los puños, cuidarse la espalda aunque haya que dar la cara a los medios.

No es una tarea sencilla, porque después de atravesar el infierno, los precandidatos deben de poner su mejor cara para ser elegidos. Ser cariñosos con los niños y buenos con los ancianos, responder por sus mentiras y sus amistades.

Sobre estos personajes y lo que los rodea, es de lo que estaremos platicando en las próximas Cartas Políticas.