Rafael Rojas

El pasado sucio de las transiciones

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Francisco Franco, en un retrato de 1930.*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Francisco Franco, en un retrato de 1930.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Las democracias iberoamericanas de las últimas cuatro décadas se construyeron sobre una diversidad de regímenes autoritarios, afincados durante la Guerra Fría. La España de Franco, el Portugal de Salazar y Caetano y las dictaduras militares latinoamericanas y caribeñas conformaron una zona del mundo, resistente a la democracia, desde distintas modalidades de derecha. Esos regímenes aplicaron la represión sistemática y aniquilaron a cientos de miles de personas.

Con la fórmula de “pasado sucio”, el historiador español José Álvarez Junco se refiere, en un libro recientemente editado por Galaxia Gutenberg, al costo de sangre de aquellos regímenes y a cómo han lidiado las transiciones con los reclamos de memoria, justicia y verdad. Aunque el libro, titulado justamente Qué hacer con un pasado sucio (2022), se refiere fundamentalmente al franquismo y la transición española, también hay pasajes dedicados a los casos de Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Colombia y Centroamérica.

Pero concuerda Álvarez Junco, una vez más, con los críticos de la transición, cuando reconoce que en el plano judicial hubo “un pacto de omisión”, tipificado en la Ley de Amnistía de 1977, que “descartaba explícitamente toda exigencia de responsabilidades por las vulneraciones de derechos, tanto durante la guerra como bajo la dictadura

Observa Álvarez Junco muy distintas maneras de procesar los crímenes del pasado, pero en general llama la atención sobre el abandono, en las últimas décadas, de los pactos y amnistías de las transiciones de fines del siglo XX. Ese abandono ha producido, en algunos países, intentos de procesamiento judicial como los de los miembros de la Junta Militar argentina, Pinochet en Chile, Ríos Montt en Guatemala y el Alto Estado Mayor salvadoreño.

Sin embargo, la conclusión de Álvarez Junco parece inapelable: “las condenas judiciales han sido escasas en todos esos países y ni siquiera el esclarecimiento de las violaciones de derechos humanos ha sido completo. Mayores logros ha habido en el terreno simbólico, con solemnes repudios de los crímenes ocurridos, y en las parciales reparaciones ofrecidas a las víctimas”.

El argumento del historiador español supone, por tanto, una crítica a los límites judiciales con que las nuevas democracias han enfrentado los viejos autoritarismos y, a la vez, una exposición detallada del avance, en términos simbólicos, de ese repudio a los crímenes del pasado. En el caso español, el mejor desarrollado en el libro, es evidente y desde mucho antes de la Ley de Memoria Histórica de 2007, impulsada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

El argumento del historiador supone, por tanto, una crítica a los límites judiciales con que las nuevas democracias han enfrentado los viejos autoritarismos y, a la vez, una exposición detallada del avance, en términos simbólicos, de ese repudio a los crímenes del pasado. En el caso español, el mejor desarrollado en el libro, es evidente y desde mucho antes de la Ley de Memoria Histórica de 2007

Frente a las tesis maximalistas que sostienen que las transiciones no fueron más que la continuación de las dictaduras por otros medios, Álvarez Junco hace un repaso detallado del reconocimiento del saldo represivo y criminal del franquismo en publicaciones históricas, de gran tiraje, como Historia 16, Tiempo de Historia o Historia y Vida, desde fines de los 70 y, sobre todo, a partir del gobierno de Felipe González en los 80.

También recuerda la trayectoria crítica de revistas como Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Cambio 16 o La Calle, y la obra historiográfica de Miguel Artola, Ramón Tamanes, Ángel Viñas, Ronald Fraser, Hugh Thomas, Ian Gibson y Pierre Broué. Pero concuerda Álvarez Junco, una vez más, con los críticos de la transición, cuando reconoce que en el plano judicial hubo “un pacto de omisión”, tipificado en la Ley de Amnistía de 1977, que “descartaba explícitamente toda exigencia de responsabilidades por las vulneraciones de derechos, tanto durante la guerra como bajo la dictadura”.

Llama, sin embargo, a revalorar en su justa medida el esfuerzo de “reparaciones destinadas a las víctimas o sus familiares”, tanto en forma de pensiones como de resarcimiento moral. Los regresos a España de figuras emblemáticas de la resistencia antifranquista como Dolores Ibárruri y Rafael Alberti o el papel de Santiago Carrillo en la transición serían gestos significativos de una política de la memoria que no se ajusta al relato sobre el silencio, el olvido o la complicidad de la democracia con la dictadura, que se difunde en años recientes, desde el extremismo de izquierda.