Fernando Espinoza Vizcaíno

Dos Luises, un lustro, mismo drama

COLUMNA INVITADA

Fernando Espinoza Vizcaíno*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Fernando Espinoza Vizcaíno
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

A Luz Mercedes, in memoriam

Cinco años después del aciago episodio ocurrido en Lomas Taurinas, otros perdigones fueron percutidos para sacudir el entorno político latinoamericano, justo en la misma fecha que cimbró a Tijuana - y a México entero - hace precisamente tres décadas: Luis María Argaña, vicepresidente del Paraguay, cayó víctima de una emboscada que le fue tendida mientras circulaba en su Nissan Patrol roja, sin blindaje, por las calles de Asunción, poco antes de las nueve de la mañana del 23 de marzo de 1999. Su cobarde atentado fue premeditado, certero y fatal, como lo fue también el perpetrado contra Luis Donaldo Colosio Murrieta exactamente un lustro atrás. En el caso del sonorense, un solo hombre y su revólver Taurus .38 de fabricación brasileña; en el del paraguayo, tres sujetos: uno con escopeta, otro con una pistola también de .38 mm, y un tercero con varias granadas de mano colgadas al cinturón, aunque no detonó ninguna de ellas.

Por entonces, Paraguay estaba cumpliendo tan solo una década de haber cerrado un largo y doloroso periodo de dictadura militar unipersonal bajo la férula de Alfredo Stroessner, quien se mantuvo aferrado al cargo por 35 años (1954-1989). El dictador fue depuesto mediante un golpe encabezado por (¡qué ironía!) su hombre de mayor confianza, compañero de armas y consuegro, Gral. Andrés Rodríguez, mismo que obligó a su antecesor y mecenas a exiliarse en Brasil hasta su muerte en agosto de 2006 (sus restos continúan inhumados en un cementerio de la capital de ese país). Rodríguez encabezó un gobierno de transición que dio pie a la exclusión de los militares en activo de la política electoral, asumiendo un papel de “fuerza armada no deliberante,” cuyo compromiso de subordinación formal y material ante el mando democrático civil quedó plasmado en la Constitución de 1992, vigente en la actualidad.

La oleada democratizadora global, producto de la desintegración del bloque soviético, reverberó vigorosamente en el cono sur, teniendo repercusión directa en el andamiaje político paraguayo, causando así el repliegue de los altos mandos castrenses del protagonismo administrativo y comicial. No obstante, algunos anticuerpos remanentes al seno de dicho estamento dieron pie al surgimiento de un proto caudillo, modelado a la vieja usanza, en la persona del Gral. Lino Oviedo.

Líder militar legítimo e indiscutible, respetado por sus pares y admirado por la tropa – aunque impulsivo, irascible, tempestuoso, transgresor y con un irrefrenable apetito por el poder – Oviedo intentó deponer al primer presidente civil elegido democráticamente en la historia reciente del país (Juan Carlos Wasmosy, 1993-1998) fraguando un golpe de estado que resultó frustrado en 1996, en buena medida gracias al apoyo brindado por el gobierno de los Estados Unidos (la noche previa a la ejecución del acto, el presidente salió furtivamente de la residencia oficial Mburuvichá Roga y se refugió en la embajada de ese país, ubicada a pocos metros de la denominada “Casa del Jefe,” en idioma guaraní). Sobre la peculiar personalidad del General, conviene reparar en un apunte que hace el periodista Andrés Colmán Gutiérrez en su obra “El Último Magnicidio” (2021), en donde señala que “a apenas tres días de asumir la presidencia, Wasmosy nombró Comandante del Ejército a Lino Oviedo y el general pasó a ocupar abiertamente el rol de ´poder detrás del trono.´ En ese proceso, la ciudadanía fue espectadora de episodios pintorescos, como la construcción de un Linódromo en las inmediaciones de la sede de caballería, en Campo Grande, un gran anfiteatro al aire libre donde, en febrero de 1996, organizó una mediática fiesta de carnaval en la que altos jefes militares desfilaron disfrazados de pistoleros al estilo del legendario jefe mafioso Al Capone, y sus esposas como bailarinas de cabaré de la Chicago de los años 20. El cuadro fue burla de la prensa nacional e internacional.” Desplantes como ese, aunados a su irreverente indisciplina – rayana en franca insubordinación – y a su acre soberbia miliciana, llevaron al presidente Wasmosy a pasarlo a retiro y rechazar su incorporación al gabinete (como el propio general había exigido en la cartera de Defensa Nacional), lo que provocó el quiebre definitivo entre ambos y el comienzo de los esfuerzos golpistas del líder militar. Es a partir de entonces que se recrudeció la ya enconada confrontación ideológica entre Oviedo y Argaña quien, como jurista y ex presidente de la Corte Suprema de Justicia, postuló la prevalencia irrefutable de los civiles en el poder, justo como lo consignaba expresamente el entonces muy reciente texto constitucional paraguayo.

Oviedo, por su parte y ya en condición de retiro, inició un movimiento político propio en calidad de “civil:” primero como una escisión del partido oficial al que siempre había pertenecido (Asociación Nacional Republicana ANR/Partido Colorado); y, posteriormente, como un partido político de nueva creación: Unión Nacional de Ciudadanos Éticos (UNACE), aunque esto último ocurrió hasta el año 2002. El ex general – comenta Colmán – “prometía seguridad contra la delincuencia y repartía víveres y medicamentos a la población más pobre, asegurando que arreglaría todos los problemas una vez que llegase a la presidencia.” El mismo autor señala a Oviedo asegurando que “los periodistas y empresarios de prensa serían ´alineados como velas´ y que haría correr ´ríos de sangre´ con ellos.

La muy célebre historiadora paraguaya Milda Rivarola relata en su libro “Escritos sobre el Oviedismo,” que el movimiento que encabezó el ex militar “fue formando grupos armados ´paramilitares´ con oficiales retirados de las fuerzas armadas y de la policía, encargados de organizar y encuadrar al movimiento político, así como de realizar acciones de amedrentamiento contra los opositores de Oviedo y, finalmente, para la recaudación de fondos por medios delictivos.” La autora explica que “el Oviedismo atacó desde su nacimiento como grupo político todos los principios republicanos: los partidos políticos, las leyes, la independencia de la justicia, el poder parlamentario, el mismo orden constitucional.” Con singular precisión analítica la experta logra etiquetar al movimiento populista filo castrense del líder carismático Lino Oviedo como un “fascismo tardío.”

Por azares de la política, Argaña asumió la vicepresidencia en agosto de 1998, como compañero de fórmula del civil más cercano y leal a Oviedo, Raúl Cubas, quien se comprometió a liberar de prisión al ex general que fue encontrado culpable del delito de insurrección y confinado a una guarnición militar por el presidente Wasmosy antes de dejar el cargo, con la intención de que le fuese imposible mantener su candidatura a la presidencia, misma que había ganado por amplio margen en la interna del Partido Colorado. Dicha maniobra caló hondo en el ánimo del ex militar y la especulación generalizada sobre el atentado contra Argaña se enfocó directamente en Oviedo, aunque nunca se le pudo atribuir la autoría intelectual de dicho magnicidio. Poco tiempo después de haber indultado a Oviedo (cumpliendo el lema de campaña “tu voto vale doble: vota por Cubas y Oviedo sale en libertad”); y de múltiples disputas judiciales entre el Tribunal Militar Extraordinario (que ordenaba la liberación del ex general) y la Corte Suprema (que mandataba su permanencia en prisión), el presidente Cubas se vio obligado a dimitir ante la enorme presión política de la bancada de sus propios correligionarios colorados alineados con Argaña, que había sido ultimado en circunstancias por demás oscuras y sospechosas.

El epílogo que derivó como consecuencia de ese fatídico 23 de marzo fue también trágico en el entorno político-social paraguayo, ya que dio pie a cinco días consecutivos de disturbios en las plazas públicas de Asunción, que cobraron la vida de un total de ocho personas. Lino Oviedo huyó del país y se refugió tanto en Argentina como en Brasil, aunque con el tiempo logró convertirse – en un alarde de impunidad total – en candidato a la Presidencia de la República en el año 2008, perdiendo abrumadoramente ante un candidato de izquierda que renunció a su condición de obispo católico, así como al sacerdocio, para incursionar en política electoral. Pero esa historia la narraremos en otra oportunidad.