Metro de mi corazón

Metro de mi corazón
Por:
  • julio_trujillo

Me da gusto (casi orgullo, si tuviera) saber que dentro de pocos días tendré la misma edad que el Metro: cincuenta años de haber crecido juntos, de haber compartido tanto, de haber recorrido a nuestro ritmo tantos kilómetros de esta amada y odiada ciudad. Lo trato como amigo o cómplice porque eso es: siempre está allí para mí, nunca falla, es fiel a prueba de fuego y me permite transitar largas distancias (que en otros países requerirían pasaporte) por tan sólo cinco pesos. Metro de mi corazón.

Como estudiante, apenas lo descubrí, percibí en él la que tal vez sea su principal característica después de la transportación: su otra realidad, que tiene algo de espejo de lo que sucede arriba pero que es esencialmente algo más, un microcosmos, un limbo, un paréntesis que anula el vertiginoso tiempo del afuera. En el Metro, al descender (y la idea del descenso, de lo subterráneo como realidad alterna da para muchos renglones), accedemos a un pliegue de la realidad que la continúa, la realza y la transforma: como los pilotos que ostentan sus millas voladas, no hay chilango digno de llamarse así que no tenga un espeso carnet de estaciones visitadas. Decía que, como estudiante, al hacer mi hallazgo de ese otro mundo, comencé a usar el Metro no para transportarme sino para ver, para absorber toneladas de tipologías mexicanas y, sobre todo, para leer. Sí, porque ese espacio es también ideal para abstraerse, tiene un calor de placenta y un benéfico rumor que nos coloca en la frecuencia perfecta para dispararnos a otros universos. Recuerdo con emoción haber leído, yendo y viniendo por la Línea 3, de Universidad a Indios Verdes y viceversa, esa erotizante trilogía de Henry Miller que es Nexus, Sexus y Plexus. ¡Cuántas cosas ocurrían dentro de mí, que era una bomba hormonal rodeada de gente que apenas me advertía!

Y en el Metro cabe toda la gente, no hay mejor ejemplo de horizontalidad (que es mucho más que literal) que su hospitalidad incondicional. Es un perfecto experimento democrático, un igualador ciego como la justicia. Y no sólo cabemos todos, con nuestros tonos de piel, clase social, preferencia sexual y equipo de futbol favorito, sino que vamos apretados, reconociéndonos de muy cerquita, olisqueándonos, haciendo patria de verdad entre Bellas Artes y Nativitas. ¿Quieren darle a un extranjero un baño instantáneo en las burbujeantes aguas de la Ciudad de México? Llévenlo a Metro Hidalgo (ese territorio que debería tener iglesia y cantina) en hora pico y les aseguro que saldrá de ahí gritando: ¡Ay Papantla tus hijos vuelan! El Metro es la megalópolis en una nuez, Tenochtitlan en un potente destilado, la región menos transparente del aire y una de las más entrañables.

Descender al Metro no sólo significa migrar de una realidad a otra, sino uno mismo mutar, despojarse de su nombre y apellido y convertirse en un transeúnte, un espécimen tolerado y tolerante, un miembro del siempre abierto club de la inclusividad. Carlos Monsiváis, a quien a veces extraño rabiosamente, lo entendió a la perfección: “Si el usuario del Metro se aferra a su identidad original, tendrá que tomar taxi”. O Uber. Debajo de nuestros  pies serpentea un formidable animal. Está cumpliendo 50 años. ¡Que sean muchos más!