Uno de los muros de la celda se iluminaba gratamente a mediodía gracias a una pequeña ventana donde se advertía un pedazo de cielo azul. Era tal la disposición del cuarto que los otros muros permanecían oscuros a lo largo de la jornada del prisionero, quien obtuvo de las autoridades —los suizos son extraños, ordenados y también complacientes—, el permiso para pintar el muro iluminado.
Pero no se piense que la prisión era para Hermann Hesse (1877-1962) una estancia plácida, o sus días de condenado en la Tierra, un paraíso. No se trataba de unas vacaciones, de hecho dijo al ser liberado que la cárcel es un dominio diabólico, es decir, un infierno.
Para quien había escrito libros sabios —sabiduría sólo para adolescentes dicen algunos—, al tratar de la iniciación en la vida o en la mística, su ingreso en ese espacio de castigo era una experiencia semejante al exilio de Dostoyevski en Siberia o a la locura de Nietzsche, desatada al presenciar el maltrato a un caballo.
La caída de un mago. Además de ser un estudioso de El libro de las metamorfosis, Chang Dsi y el I Ching o libro de los cambios, conocía de rituales secretos y malignos, tradiciones milenarias de la China misteriosa. Sus conocimientos de magia china capaz de hacer prodigios o de manipular voluntades, se orientaron a seducir a una bella muchacha. A su edad de 70 años, la magia era necesaria para alcanzar un amor tan distante. Pero logró así con ello no tanto una simulación de la felicidad, sino el escándalo, la persecución judicial, la ignominia de la prisión.
Si bien su sentimiento pudo ser sincero, las leyes estipulan los límites; la muchacha adolescente estaba prohibida para él y, sin embargo, los hechizos orientales en los cuales era un experto, fueron utilizados por él para un “fin lúbrico y despreciable”, según consignaron en un acta sus jueces.
Hesse no pensaba de esa manera, pues seguía aferrado a la justificación de sus sentimientos: “No digas de ningún sentimiento que es pequeño o indigno. No vivimos de otra cosa que de nuestros pobres, hermosos y magníficos sentimientos, y cada uno de ellos contra el que cometemos una injusticia es una estrella que apagamos”.
Pasaban las horas en su celda y en su mente recreaba seguido el juego de los abalorios, la síntesis perfecta de ciencia y arte, de matemáticas y música. El prisionero puede huir de la cárcel en un ensueño, como un artista escapa del mundo al realizar una creación.
Su última novela había sido precisamente El juego de los abalorios, una obra utópica, la síntesis de su espíritu hundido en sus raíces occidentales y en el peregrinaje oriental. Una visión milenarista, la concepción de una nueva Edad Media en el futuro, liberado ya del materialismo pedestre al erigirse en el espíritu humano el memorial de todo lo grande y profundo.
Sin embargo, al pensar en su pintura del muro no lo hizo imaginando la armonía de perlas brillantes e imágenes cósmicas, ideó un paisaje bucólico y simple: la cosecha de los campesinos en una primavera brillante, un sol generoso, árboles a la orilla del camino y a lo lejos un tren penetrando al túnel de una montaña. Y en eso puso manos a la obra.
Una mañana, mientras retocaba su paisaje, llegaron por él los guardias de la prisión. Iba a ser sometido de nuevo a un largo y humillante interrogatorio. Más detalles de su delito debían engrosar los documentos de su juicio. El fiscal quería sin duda obtener la sentencia más fuerte. Y como los policías habían escuchado de sus poderes mágicos, lo obligaban a estar cabizbajo durante los interrogatorios, ocultando de esa manera la potencia de su mirada. No eran supersticiosos, sólo precavidos.
Hizo la respiración pausada del ritual y luego la retuvo un instante y, de esa manera, en silencio y despacio se despojó de la ilusión de la realidad decidiendo ir en el tren que estaba a punto de entrar en el túnel oscuro y, ahí, adormecido por el ruido monótono de la monstruosa máquina, pudo ver en un sueño el nombre de la mística Castalia, el lugar donde se practica el juego de los abalorios, el país espléndido de los tres reinos del espíritu —arte, religión y ciencia— donde es posible superar la desesperación, la culpa y el mal.
Obras
» Hermann Lauscher, El caminante (1900) » Peter Camenzind (1904) » Bajo las ruedas (1906) » Gertrudis (1910) » Rosshalde (1914) » Tres monedas de una vida (1915) » Demian (1919) » Siddharta (1922) » El lobo estepario (1927) » Narciso y Goldmundo (1930) » Viaje al Oriente (1932) » El juego de los abalorios (1943)
