MARÍA ANTONIETA

María Antonieta, una Reina en desgracia.

Ya caída, le escribió a su amiga la Princesa de Lamballe: “en la desgracia es donde más se siente lo que cada cual es”.

La bella cabeza de la Princesa, convertida en el horror de una Gorgona, sería paseada clavada en una pica por la turba de caníbales revolucionarios quienes dominaban las calles de París en ese otoño aciago, cuando llegó la hora sangrienta en el festín de los resentimientos.

Chamfort, en Cuadros Históricos de la Revolución Francesa, exclama ante la circunstancia de los reyes destronados y prisioneros: “¡Tanta grandeza caída en el más espantoso de los destinos!”.

Frase mejor aplicada quizás a la Reina que a ese hombre bondadoso y bonachón de Luis XVI, de quien Albert Camus dice, a contrapelo de los lugares comunes, que constituye una vergüenza reivindicar su muerte como el nacimiento de los tiempos modernos.

El Rey era débil de carácter y la debilidad en el poder cocina su propia descomposición, tanto como el exceso de la fuerza lo hace también; el ejercicio eficiente del poder no tiránico representa siempre el arte del equilibrio entre la ley y el riesgo, entre la audacia y el logro.

La Reina va del esplendor al derrumbe y mantiene al final la más hermosa serenidad, la de una mártir, especialmente ahí en la soledad de la Conserjería —su última estación como prisionera antes de ir al patíbulo—, linchada su mejor amiga, despojada de sus hijos, asesinado su marido; con la compañía exclusiva de un pequeño perro callejero, único servidor fiel a su lado en esos momentos —le ladraba a cualquiera que se acercara a la celda—, último guardia a su servicio.

Tenía tan sólo dos vestidos de manta para cambiarse después de haber sido la reina de las modas y, de esa manera, la frivolidad le dio paso al recuerdo de sus muertos, encanecida a los 38 años de edad.

Fue tanta su dignidad, su seducción en la caída, que antes de ser encerrada en ese calabozo de la Conserjería, preámbulo de la guillotina, contó con la fidelidad de algunos aristócratas valerosos como el Conde Axel de Fersen, su enamorado secreto y audaz organizador de la fallida fuga de Varennes, o del intrépido Jarjayes quien estuvo a punto de liberarla de la Torre del Temple; también tuvo la adhesión de algunos republicanos como Barnave o Toulan quienes reivindicaron el honor de su tiempo al conspirar y morir por querer salvarla.

La mayor galantería obtenida por María Antonieta fue la de esos republicanos, los cuales, a pesar de sus convicciones ideológicas, se convirtieron con toda la pureza de su ánimo en servidores fieles de la Reina.

Amarrada de las manos la subieron a esa carreta donde apenas podía sostenerse sentada. La precedía un actor a caballo pagado por el regicida Luis Felipe de Orléans, el cual repetía las denostaciones acostumbradas: “¡He aquí a la austríaca! ¡La nueva Mesalina! ¡La hambreadora del pueblo! ¡La perra incestuosa!”.

Si vivió en la frivolidad y la fantasía —esa niña austriaca que llegó a París en un carruaje de cristal, convertida luego por el rumor y la calumnia sin serlo en una mujer cruel y arrogante— ella había pagado ya el precio santificada por el dolor.

Mientras la carreta avanzaba, ella procuraba mirar impasible al cielo sin escuchar el coro infame. Al entregar su cuello al verdugo, se portó como una Reina, dulce Reina de la desolación.

Después Hébert, uno de sus calumniadores —la acusó en el tribunal de haber hecho el amor con su hijo el Delfín de 10 años de edad, una falsa acusación de vileza infinita coronando la marea de malévolas invenciones y libelos que persiguió a María Antonieta todo su reinado—, al ser enviado unos meses después a la guillotina por Robespierre, en forma contrastante respecto a ella, iría temblando de miedo en la carreta, por lo que uno de sus compinches junto a él le dijo: “Hébert, no tiembles que la lengua no te tembló antes”.

Hay tragedia porque hay destino. Hay literatura porque a veces el destino se alza al nivel del símbolo. Los acontecimientos están ahí, con las pasiones que les dieron significado, con los colores de la anécdota, de la vida; aunque en el fondo los personajes se inventan siempre su papel y, sin embargo, es como si narraran la imaginación de un dios, lógico, implacable, pues las cosas sucedieron así porque debieron suceder de esa manera y no de otra, como algo inevitable.

Por siempre para la Reina: un responso, un réquiem, una luz de cirio encendida en el ruego de su alma.

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