Hay hombres-león, hombres-tigre, hombres-zorro, hombres-perro, hombres-rata, hombres-lobo, hombres-lechuza y así. Sadegh Hedayat era sin duda alguna un hombre-lechuza.
Su cabello engominado y peinado hacia atrás, con su rostro de frente ancha y ojos de mirada fija y nariz aguileña como un pico de ese pájaro, con labios delgados y dos orejas puntiagudas y abiertas en las sienes como unas pequeñas alas, son los rasgos que componen la imagen de un hombre-lechuza.
Pero sobre todo lo era por su espíritu, sombrío, nocturno, acostumbrado a la vagancia en los jardines de árboles espectrales. Y luego prefería quedarse en un sitio, en la imaginación de los cementerios, permaneciendo quieto e inmerso en la oscuridad sagrada donde los demonios revolotean, como una lechuza de ojos alucinados, explorando la noche con aire melancólico, como un mensajero de la muerte, un símbolo maléfico.
¡Pero un hombre-lechuza debe ser considerado siempre un sabio, la encarnación de los conocimientos antiguos y trascendentales! La locura puede ser una forma descompuesta de la sabiduría. Hay locos que todo lo saben.
Sadegh Hedayat era un hombre-lechuza, un escritor sabio y un loco envuelto en delirios innombrables que sus escritos lúgubres apenas podían descifrar. Se empeñó en creer que su padre no era su padre porque era un gemelo que había abusado de su madre, una bayadera hindú quien estaba enamorada del otro hermano. Pero nada de eso era cierto.
Llegó a contar esa historia a compañeros de trabajo como si revelara un secreto, cuando todos sabían que su padre era su padre, un funcionario pequeño y leal al Sha y su madre, una devota musulmana que usaba el chador y quien jamás había danzado voluptuosamente ni puesto una trampa a los gemelos al obligarlos a estar dentro de una habitación oscura con una serpiente venenosa para que el sobreviviente fuera reconocido por ella como el padre verdadero de su hijo.
Él nunca creyó que su padre fuera su padre y estaba seguro que su madre cubría la hermosura de su cuerpo hindú como una forma de luto al morir por su culpa el amor de su vida, sustituido por el gemelo impostor. Y a él, al hombre-lechuza, no le quedaba sino ser solidario de su madre y querer como padre a quien no lo engendró, pero era el amor auténtico de ella.
Por eso ahorró lo que pudo de su salario miserable en una oficina de impuestos de Teherán en la cual laboraba como un empleado cumplido igual que su padre —no el gemelo de su imaginación, sino el verdadero—, para viajar a la India y conocer los palacios lujosos de los emires y los templos donde las bayaderas danzaban sus rituales sagrados y voluptuosos, imaginando de esa manera que conocía el origen de su madre.
Cuando regresó de la India, en un atardecer mientras junto a una mezquita cercana se celebraba con música la puesta del sol, vio reflejada sobre la pared una sombra —él pensaba que su vida era una sombra que huía— y era la de una lechuza que atenta se asomaba a leer lo que estaba escribiendo.
Pues sus pesadillas y sus ensueños, su sentido de la noche eterna, los transcribía y sus palabras, trenzadas con el horror y la belleza, puestas en el papel como un antepasado suyo dibujaba flores o paisajes o escenas delicadas de amor sobre las tapas de las llamadas escribanías persas —cajitas que desde la antigüedad se usaban para guardar los instrumentos de los escribanos—, así él era un artista semejante e iba dibujando sus palabras con las cuales describía flores podridas, parajes oscuros y temibles, abrazos de ángeles muertos.
Entonces decidió escapar a París al inicio de la década de los cincuenta —en los años treinta del siglo XX esa ciudad era la Meca inevitable de todo escritor que se respetara y ahí había vivido una temporada como estudiante—. Y allá en una buhardilla pobre siguió escribiendo en los atardeceres y las noches y la lechuza, silenciosa, separada de él como una sombra y siendo él mismo desdoblado, siguió mirando su escritura.
Después de un año, en plena primavera, en abril de 1951, decidió partir hacia su amada noche eterna, quemó sus manuscritos, abrió la llave del gas para poder dormir siempre y antes de irse, con una sonrisa amarga en su rostro, se dio cuenta que la lechuza era ciega. Y ése fue el título del único libro que nos dejó.
Sadegh Hedayat nació el 17 de febrero de 1903 en Teherán, Irán. Estudio de la obra de Guy de Maupassant, Antón Chéjov, Rainer Maria Rilke, Edgar Allan Poe y Franz Kafka.