LA NOVIA DEL MAR

Ilustración Francisco Lagos La Razón

En todos los puertos hay historias. Algunas son de amor, otras trágicas, muchas más eternas, que se pierden en la leyenda, y otras son efímeras, como el canto de las gaviotas.

En cada puerto hay un amor y en cada amor se halla el puerto de abrigo que a veces rescata del turbulento mar que llevamos dentro.

Bajó del barco y sintió el piso inseguro, tantos meses en el mar que su cuerpo y su oído interno lo hacían bambolear como si estuviera borracho y quizá eso era lo que necesitaba, emborracharse para que se volviera a alinear su sentido del equilibrio. Nada más pensar en uno de esos licores frutales a los cuales se había aficionado la vez anterior que pisó este puerto amurallado.

No recordaba el nombre de esa frutilla naranja de grueso hueso, pero no importaba, probaría todos hasta que diera con el que quería y entonces se gastaría media asignación en comprar varias botellas. A veces la calma del mar del golfo lo hacía aburrido y parecía que esta temporada sería la peor pues había que subir y bajar sobre la costa. Antes, el aventurarse al mar llevaba riesgo no sólo por las tormentas sino por los corsarios y piratas, ahora no había problema pues los habían cazado uno a uno y los pocos que quedaban, se quedaban en las islas rumiando los viejos buenos tiempos y él lo rumiaba junto con ellos, ser marino mercante ya no era lo que solía ser y las noches estrelladas en calma chicha, a veces eran aburridas al extremo de que bien podría olvidarse de la disciplina y beber ese licor de... nance, eso era, licor de nance.

Nunca le interesó el mar. Aunque no lo reconociera en público, le daba un temor de aquellos que paralizan hasta la respiración y hacen un nudo en la garganta, pero como todo miedo arraigado, una extraña y morbosa fascinación siempre la llevaba a los muelles de la aduana para ver a los marineros con los labios agrietados por la sal y la piel oscura por meses bajo el implacable sol. Los veía bajar tambaleantes y anhelantes, meses confinados a un frágil barco de madera en esa inmensidad abrumadora, nada más de pensarlo, su piel se erizaba, su estómago se contraía y la angustia amenazaba con desvanecerla.

Mientras esperaba en la larga fila a que la guardia le revisara los papeles la vio sobre la muralla, su cabello negro ondeaba, se enredaba y se desenredaba, tapaba y descubría un hermoso rostro de piel clara y labios rojos. Nada extraño o fuera de lo común hasta que sus miradas se cruzaron. Fue igual que cuando vio el mar por primera vez... su destino y perdición.

Ella lo vio desde que bajó del barco, era un marinero atractivo, pero marinero al fin. Siempre se le hizo extraño que en un puerto en el que el mar era el centro y fin de todo, fuente de riqueza y de angustia hasta que les aprobaron amurallar la ciudad, los marineros eran casi como una especie diferente de los que vivían intramuros. Entonces sus miradas se cruzaron. Fue igual que cuando vio el mar por primera vez... su destino y perdición.

En una ciudad amurallada, es fácil encontrarse y más, si todo gira en torno al parque central, desde el obispo en la catedral hasta el capitán general, pasando por los estibadores, pescadores, marinos, terratenientes y algunos malvivientes. Los domingos sueles ver a todos ahí, alrededor de la fuente, los enamorados paseando del brazo, los comerciantes agitando el brazo, y los marinos recién llegados, empinando el brazo.

Se buscaron y se encontraron, se evitaron y se acercaron: gravitaban el uno al otro, danzaban sin más música que el ritmo de su palpitar. Amores nuevos que siguen una vieja tradición.

Todos los días se vieron, todos los días se amaron, todos los días se prometieron y todo lo que eran se regalaron. Días fugaces de amor eterno.

En el puerto lloró rogándole que no partiera.

Prometió que volvería y prometiéndose, entregó lo único de lo que nunca se había separado jamás, una baratija de cristal para unos, la sortija de su madre para él, para ella, su promesa.

El mar da vida, el mar la arrebata. El huracán arrancó ventanas y teja francesa, vigas de corazón de zapote se derrumbaron la puerta de mar de la muralla se reventó por el oleaje y la de tierra se resquebrajó. No había posibilidad de supervivencia en ese embravecido y violento mar.

Ella esperó días y noches sentada en una roca con la mirada en el horizonte esperando la vela de un barco que nunca llegaría. La intentaron consolar y con nadie habló, intentaron llevársela y gritó. Ni al Obispo, ni al Capitán General, ni al estibador, pescador, marino, terrateniente o malviviente escuchó. Sus ojos colgados en esa línea que une el cielo con el mar en espera de su amor, en espera de su promesa.

La novia del mar le decían los niños de la ciudad que curiosos iban a la roca a verla pues, vestida de blanco susurraba palabras de amor al mar, mientras sus envejecidas y bronceadas manos giraban sin cesar... un anillo de cristal.

Temas: