En otra página he escrito que somos las ciudades que hemos perdido. Una de ellas se perdió durante la mañana del 19 de septiembre de 1985. Algo de esa ciudad de polvo y muerte, fantasmas y edificios derruidos nos espera en algún lugar de la memoria. Desde hace años he escrito crónicas en distintos periódicos en la conmemoración de aquellos sismos que cambiaron para siempre la vida privada y la cosa pública de la Ciudad de
México. Trato de fundir en un texto algunas de esas incidencias, recuerdos, memorias del temblor treinta años más tarde. Bien que mal, mal que bien, para los que vivimos el temblor, la vida ha pasado como una ráfaga. Intento traer un soplo de ese tiempo.
De todas las estampas trágicas del terremoto, la del Regis congrega como ninguna otra el final de una ciudad. Un símbolo del Porfiriato, inaugurado en 1910 durante las fiestas del Centenario, en ese edificio estuvieron las oficinas del periódico El Imparcial
que fundó Rafael Reyes Espíndola. Ahí empezó una época del periodismo mexicano. Años después se convirtió en hotel. En el año convulso de 1928, en uno de sus salones, Plutarco Elías Calles tensó los hilos para que de ese sitio saliera Emilio Portes Gil como presidente interino de México. Aquella reunión fue un vaticinio, el Regis se convirtió en un símbolo de la Ciudad de México después de la guerra civil, un mundo hechizado por la fama, el éxito, el dinero.
Entre los fantasmas que huyeron de la catástrofe del 19 de septiembre y la fuerza indomable de ocho grados Richter, se cuentan María Félix, Jorge Negrete, Pedro Vargas. Mis padres me contaron que en El Capri, un centro nocturno adosado a la magia del Regis, Agustín Lara le cantaba en las noches al olvido y al dolor. Un trozo del modernismo se esfumó entre las luces rojas de ese cabaret cuando el Flaco de Oro lograba raras metáforas sobre el amor perdido. Si alguien me preguntara por un emblema de la ciudad de mi infancia, contestaría sin dudar que la marquesina donde aparecía el nombre Olga Guillot. La voz que nos torturó con el quiebre de sus emociones era una eternidad en el pabellón de El Capri. Los cronistas de la época nos han heredado la imagen, no sé si cierta, de Carlos Fuentes y Octavio Paz sentados en la cafetería de la Farmacia Regis, en la Avenida Juárez, enfrente del Hotel del Prado.
Estuve ante los derribos del Regis la mañana del 19 de septiembre, una ciudad y su memoria se desvanecían en el túnel del tiempo. Recuerdo el extraño orden de los escombros, como si el director de
producción de una película hubiera depositado las letras del hotel entre los restos del edificio. Me acordé de que en el cine Regis, Juárez 77, vi Saco y Vanzetti, la historia de los migrantes italianos y anarquistas condenados a muerte en 1927, la canción de Joan Baez al final de la película te trituraba el alma.
San Juan de Letrán, como todavía le decíamos quienes caminábamos por la avenida donde los fotógrafos callejeros nos dieron una gota de eternidad, se convirtió en una humareda irreconocible. El ejército cerró la calle. Miré en dirección de Salto del Agua, el polvo hacía imposible la visión. ¿Qué era ahí?, una pregunta que nos hicimos todos los habitantes de la ciudad de México el jueves 19 y el viernes 20 de septiembre de 1985. El sismo partió en dos algunos edificios y enseñó de un hachazo el pasado ancestral que emergía de la profundidad. Entre Francisco I. Madero y 16 de septiembre, la construcción que un día fue el antiguo Convento de San Francisco perdió la estructura, sólo quedó en pie una crujía delantera que se construyó sobre una capilla del siglo xviii, como cuando el pasado juzga a su futuro. La muerte caminaba entre nosotros.
Recuerdo que caminé por las calles oscuras de la colonia Roma y entre los jirones al aire de los edificios derruidos. Recuerdo que tardé unos segundos en reconocer que estaba frente a los escombros del Multifamiliar Juárez, la obra que levantó Mario Pani en 1952. Ahí estaba, regado en el piso, el sueño funcionalista de la ciudad, un sueño roto, quebrado. Más adelante, el Hospital General en ruinas. Ginecología y la residencia de médicos habían quedado reducidos a una montaña de piedra y fierros torcidos. Cambié el rumbo y me dirigí al centro de la ciudad por Avenida
Cuauhtémoc. Me perdí. Sin referencias urbanas, pasé frente a los Televiteatros (hoy Centro Cultural Telmex) sin darme cuenta de que habían desa-parecido. El sismo se llevó una parte de la colonia Roma que conocimos, no la más antigua, porfiriana subía el telón y se abría paso hacia el futuro.
Regresé a casa de mis padres que vivían en la colonia Condesa. Les conté de la destrucción. Traté de explicarle a mi padre los derrumbes, los edificios desaparecidos, las calles, la muerte. Quizá fue la primera vez que vi viejo a mi padre, sin fuerza para recorrer las calles de su juventud, con miedo a desaparecer él mismo con la ciudad que se iba entre los derribos del sismo.
En las calles se respiraba gas, la garganta picaba, los ojos ardían. Se sabía que en el estadio de béisbol del Seguro Social (hoy el centro comercial Plaza Delta) se apilaban los cadáveres y se ordenaban los cuerpos para su reconocimiento. Nunca sabremos el número de muertos, ¿cinco mil, siete mil, diez mil, veinte mil? La catástrofe se los llevó entre los escombros.
Mis hijos no habían nacido cuando ocurrió el sismo de 1985. No conocieron los cambios que el temblor le impuso a la ciudad a navajazos. Años después, cuando mi hija Fernanda cumplía con sus prácticas médicas en el Servicio Médico Forense me refirió esta breve historia que conocen muchos estudiantes de medicina y que más tarde ella escribió y publicó en un texto desolador. El médico forense les contó que una noche extraña no llegó un solo muerto a las planchas frías del Semefo. El jefe de piso, un hombre curtido en todas las formas terribles de la muerte le preguntó al encargado por la ausencia de los cuerpos sin vida. El forense le contestó: cuando los muertos faltan una noche, quiere decir que el diablo los traerá a ráfagas. Eran las doce de la noche del 18 de septiembre de 1985.
Entre las historias del sismo, ese lugar donde el azar juega a los dados con la vida, recuerdo ésta: la madrugada de aquel día siniestro, Catalina sintió las primeras contracciones. Tenía 24 años y un embarazo en su punto culminante. Ordenó en una maleta la ropa del bebé y le pidió a su madre que la acompañara al hospital. Atravesaron el amanecer de la Ciudad de México. Ese día amaneció a las siete y ocho minutos, los barómetros marcaban 20 grados centígrados, la noche anterior había llovido y las calles reflejaban en el asfalto las últimas luces del alumbrado público.
Después de pasar la noche en vela, el médico auscultó a Catalina. Le ordenó bajar a la calle a caminar, un estímulo para las contracciones y el paso al trabajo de parto. Catalina le preguntó la hora a su madre. Las siete y cuarto.
Las dos estaban en la calle. En ese momento cruzaron la delgada línea que separa a la muerte de la vida. A las 7:19 Catalina se sintió mareada, dos minutos después el hospital se derrumbaba ante sus ojos y la vida que llevaba dentro impuso su orden definitivo. Un minuto antes, otro azar soltó sus cuerdas. Una enfermera salió del hospital a comprar un jugo en los puestos callejeros que fincaron sus negocios frente al hospital. Ella recibió a su hijo en la calle, entre el polvo y la desesperación. Catalina nunca supo el nombre del médico que le salvó la vida, ese hombre desapareció para siempre.
Horas después, en la ciudad de los destinos cruzados, cuando la tragedia había impuesto el estupor en la Ciudad de México, dos rescatistas
espontáneos, López Reyes y Dug, caminaban sobre los escombros del Hospital Juárez. Un metro de más o uno de menos, en esa trivialidad puso el azar sus leyes. Buscaban una entrada entre las piedras del derribo. La exactitud de la desgracia les descubrió un túnel en lo alto del cascote. Apoyaron la escalera de las brigadas francesas y penetraron en la oscuridad con dos linternas, un zapapico y una pala.
En esa hora trágica, la disputa entre la luz y la sombra estableció la diferencia entre la posibilidad del futuro o la cancelación del porvenir. Excavaron entre las trabes varios metros. Más adelante encontraron el camino hacia uno de los pasillos
derruidos del hospital. En la penumbra del derrumbe abrieron un hoyo en una pared. De ahí sacaron con vida a Guadalupe, una paciente de ginecobstetricia del Hospital Juárez, que se aferró a la vida cuando oyó las primeras voces del subsuelo y luego el estruendo del desplome. Ella fue quien les dijo que abajo estaban los niños, vivos, los oyó llorar durante horas.
López Reyes y Doug volvieron por el mismo camino oscuro. En realidad, los recién nacidos estaban arriba. Podían oírlos, pero las losas y los muros habían construido una bóveda impenetrable, mortal. En ese lugar se concentró durante días la maquinaria pesada y la búsqueda. Cada día que pasaba se desvanecía la ilusión de hallar vida entre las piedras.
Los desastres crean realidades mágicas. La esperanza de encontrar vida entre el escombro se desvanecía cuando los rescatistas desenterraron a un recién nacido. Uno de los niños que Guadalupe oyó durante el tiempo que estuvo atrapada bajo el derrumbe del hospital. Veinte años después de esa mañana, Juan Carlos Díaz escribió un correo electrónico al periódico El Universal: “Yo nací el 19 de septiembre de 1985 a las 4.00 a.m. en el Hospital Juárez. No conocí a mi madre, ella murió ahí, durante el terremoto. A mí me rescataron siete días después con siete días de vida. Ahora estoy a punto de ser papá. Nacerá por cesárea en el Hospital General, el médico puso la fecha del nacimiento de mi hijo: 19 de septiembre de 2005”.
Mientras recuerdo la traza urbana que se llevó el temblor, pienso que tengo edad para saber que mi primera ciudad me abandonó en el Parque España de la colonia Condesa, el día en que dejé de considerar el juego del bote pateado como un arte mayor. La segunda ciudad me dejó el año del sismo, el día en que huyeron las sombras y los fantasmas del Regis y yo me perdí en un enjambre de vidas cruzadas.
