Hace 20 años el escritor jalisciense Antonio Ortuño comenzó a escribir una novela en la que abordaba temas controversiales como el amor, el secuestro, la violencia y la búsqueda de identidad. El proyecto quedó inconcluso y fue hasta hace dos años que volvió a los apuntes de aquella época y finalmente lo materializó en su más reciente publicación El rastro, de la colección A través del Espejo, del Fondo de Cultura Económica (FCE).
“El libro corresponde a una idea y a un proyecto que originalmente tuve hace más de 20 años. Intenté escribir una novela, sólo quedaron los apuntes y fragmentos. En aquella época en que comenzaba con la escritura no tuve ni la experiencia, ni los recursos para escribir una novela completa. Hace unos años Socorro Venegas, editora de la colección A través del Espejo, me invitó a escribir algo para la colección de jóvenes del Fondo de Cultura Económica, después de darle algunas vueltas porque no me gusta la etiqueta de literatura juvenil en lo primero que pensé fue en esa vieja novela”, comparte Antonio Ortuño, en entrevista con La Razón.
El rastro relata la historia de Luis, un joven marcado por el asesinato de sus padres durante el robo de un banco y quien más tarde enfrenta el secuestro de su amigo Paulo, un muchacho norteño de una familia acomodada, quien vive en Casas Chicas.
A través de Luis, el narrador, quien apela a la ironía y el humor, Antonio Ortuño logra más crudeza en las descripciones de violencia que viven
los personajes.
“El humor desde mi punto de vista no contribuye a hacer las cosas más amables y menos amargas, sino darle una perspectiva más cruda. Es un libro en muchos sentidos que va más allá de la sátira: hay insolencia, inconformismo, mucho desconcierto, el narrador es un adolescente y hay muchas cosas en su propia percepción que están en formación, pero sí hay una voluntad de que exista ese humor y ese sarcasmo”, comenta Ortuño, quien es originario de Zapopan, Jalisco.
Al autor de este texto no le agrada la etiqueta de “literatura juvenil”, pero confiesa que uno de sus objetivos era establecer canales de diálogo con los jóvenes al escribir de manera
directa y fluida.
“Los jóvenes son lectores exigentes e inteligentes, pero que son en gran medida mucho más críticos que los lectores adultos y que buscan otras cosas en la lectura. En ese sentido, para mí era importante que en el lenguaje se pudiera establecer ese diálogo directo
con ellos”, refiere.
En esta historia que se desarrolla en una ciudad del sur de Guadalajara y en una urbe del norte del país, el autor de Méjico incluye parte de lo que vivió en Jalisco y deja testimonio de la violencia que ha imperado en el país desde los 90.
“Tiene que ver muchísimo la recuperación de memorias. Cuando yo era joven, en los 90, recordemos que fue una década violenta: están los homicidios seriales en Ciudad Juárez, lo de Acteal. Nací y crecí en Guadalajara, una ciudad en la que hubo secuestros, bombazos, atentados.
De alguna forma, unas de las constantes, por desgracia, en los años recientes en México ha sido la existencia de este tipo de violencia y de horrores, que se han agudizado, pero tienen sus cimientos en los 90. Más que decir así ha sido siempre es rastrear que de alguna forma los problemas que ahora parecen coyunturales tienen muchos años de existencia”, apunta.
“La amistad entre este chavo tapatío (Luis) y los norteños (Sofía y Paulo), tiene que ver con el clima en el que me crié: Tengo muchos amigos sonorenses y sinaloenses. Hay gente de Sonora y Sinaloa que se va a estudiar a Guadalajara, para las personas que no encajan en la sociedad conservadora tapatía es un alivio encontrarse con estos amigos norteños, francotes, con un tipo de perjuicio diferente... De alguna manera esto se recupera en el libro”, concluye el también autor de El buscador de cabezas.
Capítulo 1
Le llaman el apagón.
El blackout.
Despertar sin idea de dónde estás ni qué fue lo que pasó.
Y aquí estoy.
Comienzo con eso, que no es poco.
Ay.
Un taladro en la cabeza.
No lo tengo: lo siento, que es peor.
Consigo abrir los ojos con esfuerzo enorme, como el que costaría levantar la losa de mármol que sirve de tapadera a una tumba. Luz eléctrica y repelente. Cadáveres secos de moscas en el tubo de neón: sus sombras se proyectan en el suelo. La boca me sabe a polvo. Manos sucias, pies sudorosos. El sofoco me rebasa. Mi cabello gotea como si acabara de salir de la regadera. La playera se me pega a los costados.
Al menos no chorreo sangre como un santo Cristo, me consuelo. Consigo ponerme de rodillas y, empujándome contra la colchoneta sobre la que me encontraba derribado, me pongo en pie. Mis brazos tiemblan por el atrevimiento. Debo oler a perro.
Pero no voy a besar a nadie.
No hoy.
FRAGMENTO TOMADO DE EL RASTRO

