Ella llegó a la mitad del ciclo escolar, era callada y tímida aunque, algo me decía que estaba asustada. No era la primera vez que teníamos un compañero nuevo, solían venir hijos de soldados, de marinos, de policías y jueces, chicos que llegaban por una temporada, si tenían suerte se quedaban un ciclo completo, la mayoría no quería hacer vínculos, se apartaban, se aislaban, no deseaban tener amigos para después dejarlos, no deseaban sentirse apegados a algo o alguien para luego sentir la desgarradora ausencia, así que transitaban en piloto automático, por cumplir con su obligación y nada más, uno que otro salía de ese caparazón pero lo hacía con tiento, con varias capas de protección emocional, reían y jugaban pero lo hacían más como espectadores que como actores. Si he de ser claro, tampoco ayudábamos mucho, algunos de nosotros habíamos convivido desde el vientre de nuestras madres, habíamos estado en cada uno de los cumpleaños y compartíamos desde amigos mutuos hasta parientes lejanos hermanándonos en la antipatía hacia ellos y mientras nosotros tejíamos una vida de mil conexiones, ellos venían, estaban y se iban. Siempre les dábamos la bienvenida, era maravilloso romper la rutina pero, nunca los incluimos de verdad ni ellos quisieron hacerlo.
Cuando ella apareció fue una más, quizá ni me hubiera dado cuenta si no fuera porque la habían puesto en mi pupitre y no solo no era justo sino que ahora tendría que ir a buscar a la bodega alguno de los pupitres extras que seguramente tenían pegado chicle de cada generación en cada nudo de la madera... la odié en ese momento.
La ley de hielo suele ser el peor castigo social pero, no es funcional si a la persona a la que se la haces, agradece que nadie le dirija la palabra. Como si fuera manda, me dediqué a hacerle la vida imposible sin cruzar la línea que haría que llamaran a nuestros padres o que terminara con los brazos extendidos sosteniendo libros y haciendo múltiplos de siete en esa extraña concepción escolar de que el castigo corporal forja el carácter.
No narraré lo hecho, baste decir que exprimí mi imaginación al máximo y aún así, me topé con una estoica personalidad, hiciera lo que hiciera ella lo aguantaba sin queja, las lombrices en su lunch, el pica-pica en sus libros, el pegamento en la trenza... lo aguantó y se ganó mi admiración, sin darme cuenta me encontré haciendo aspavientos para llamar su atención, haciéndome pasar por el más valiente, el más intrépido y el más estúpido al ser el único que se atrevió a subirse al árbol y caer con el brazo de frente para terminar con fractura expuesta y lágrimas por todo el rostro... fue la primera vez que le vi una reacción hacia mí, primero el espanto en su faz que mutó hacia una frialdad de enojo por mi tremenda estupidez, ahí supe que no le era indiferente y en ese salto estomacal de saberla interesada, supe que me había enamorado.
Siempre ha sido más fácil destruir que construir, siempre será más sencillo insultar y acusar que entender y, por supuesto, siempre será más sencillo incordiar que acercársele a otro ser para confesarle que en algún momento dejaste de pensar en ti para ubicarla como dueña y soberana de tus días, que te acuestas sonriendo porque la viste y te levantas haciéndolo porque la verás, que los fines de semana dejaron de ser anhelo para ser un estorbo, que el lunes es el día más maravilloso de la semana porque podrás buscar la forma de formarte atrás de ella en el homenaje y sentir el aroma de su cabello cuando el viento sopla a tu favor.
Dicen que en la infancia nuestros cerebros son moldeables, quizá tengan razón pero nada moldea más que esa primera ilusión, una que no tenía que ver con nada más que con su cercanía que no pide y solo da, que no involucra ninguna otra emoción ni ningún otro tema.
Las vacaciones de fin de ciclo fueron eternas, ya a esas alturas conocía su teléfono y marcaba a escondidas, ella siempre contestaba y yo nunca decía nada, “bueno, bueno y luego colgaba” así fue por dos semanas hasta que en una de mis necesitadas llamadas para escucharla ella dijo mi nombre y del susto, del encanto o de la sorpresa, colgué para sentirme después, el más cobarde de todos los que han pisado este planeta. Respiré hondo y marqué nuevamente... “Hola, sí, soy yo”. Esa primera vez platicamos más de lo que habíamos platicado todos los días en clase o en el receso. Es curioso como no ver a la persona te permite ser fluido, como si los nervios entraran por los ojos y la garganta se cerrara por la cercanía.
Hablamos todo el verano, era lo mejor de mi día y entonces, las vacaciones entraron en su última semana, por un lado estaba aterrado de que nuestras pláticas y cercanía cambiaran, por el otro, me emocionaba el que quizá pudiera atreverme a decirle todo frente a frente y que tal vez, si todo salía bien, me sentaría a su lado en el arriate del árbol del patio y sostuviera su mano entre las mías. El último viernes previo al inicio de clase, le confesé mis miedos y mis ilusiones, le aseguré que pasara lo que pasara, cuando la viera le diría que me gustaba... y fue el silencio lo que quedó del otro lado de la línea hasta que un sollozo se quebró y el “tuuu-tuuu-tuuu-tuuu” de la llamada finalizada marcó el ritmo con que una solitaria lágrima se deslizaba por mi mejilla.
No hablé ni sábado ni domingo, me sentía traicionado, desecho, con un dolor no igual pero parecido a cuando me sacaban el aire con un balonazo. Ahí conocí el orgullo, el ego lastimado que se protege envolviéndose en un manto de indiferencia.
El lunes me juré no buscarla y no lo hice en el homenaje aunque esperaba verla, no lo hice al entrar a clase, mi mirada no pasaba del pupitre, oía el ruido de mis amigos, las aventuras más increíbles de su verano y nada me importaba, los oía pero solo podía escuchar el acelerado latir de mi corazón. Me concentré en el pase de lista, conforme se acercaban a su nombre me puse tenso, escucharía su voz “Cámara... Calero... Cortés...” la habían saltado, levanté de golpe la mirada, oteé en todas direcciones, vi a cada uno, la busqué en cada hilera, en cada fila y no, no estaba ahí, primero pensé en que quizá hubiera faltado pero, no, su nombre no estaba en la lista, eso me había alertado. Me levanté y salí corriendo ante los gritos de amenaza del profesor, ante la muda sorpresa de mis compañeros, ante la opresión en la boca del estómago de lo que no quería creer. Llegué a dirección, casi casi le grito a la secretaria que me dijera la verdad pero no lo hice, mi instinto pudo más. Amablemente le di los buenos días y le pregunté por ella. Ladeó la cabeza, me sonrió tristemente y me sacudió el cabello, eso era toda la respuesta... ella se había ido... nunca pude confesarle mi amor,,, nunca podría decirle lo que era ella para mí... nunca sabría...
No, hijo mío, no pudo saber que ese amor había sido piedra de toque y sustento, nunca sabrá que la idealicé al punto de que ninguna mujer podía competir con ese recuerdo que no era real para nadie excepto para mí, estaban en desventaja ante una ilusión infantil. No, tampoco evitó que tuviera una relación pero, si puse la vara de medición muy, muy alta pero el hecho de que estes aquí, significa que alguien lo consiguió.
No, tampoco me arrepiento. Bueno, si me arrepiento de no habérselo dicho y de no haberla buscado para hacerlo, no, no había redes sociales así que no es tan fácil como ahora. No, ya no, ya fue, aunque ese primer amor será siempre el primero y ella, aún sin saberlo, me hizo mejor ser humano, ese amor de infancia es quizá el único prístino y de una simpleza que raya en la perfección. Mira... aún guardo una carta de ella.

