El general michoacano José Inés Chávez García

El general michoacano José Inés Chávez García
Por:
  • larazon

Fotos Especial

El niño se frotaba los ojos de cansancio, escondido tras el grueso tronco del árbol en un promontorio. No debía dormirse para poder cumplir su misión, pues desde ahí podía observar el llano tras un maizal.

En el horizonte rosado la oscuridad terminaba con los primeros rayos del amanecer. Y entonces los vio, silenciosos en filas compactas acompañados por el relincho de los caballos, eran los “Tigres pintados”, las tropas del general michoacano José Inés Chávez García, a quien los periodistas de Morelia habían bautizado con el mote de “El Atila del Bajío”, el cual combatía y saqueaba bajo la bandera del villismo.

El niño corrió todo lo que pudo para dar la voz de alarma. Las campanas de Huandacareo repicaron y los pobladores sabían qué hacer organizados en el Cuerpo de Defensores. Las familias se concentraron en cuatro puntos del poblado, donde habían construido unas torres en las que guardaron municiones y en dos de ellas unos pequeños cañones hechizos construidos por un improvisado ingeniero de la localidad. Desde las mirillas de las torres, como de un castillo medieval, se iban a turnar los tiradores.

La campaña chavista era implacable. Después de pelear en la batalla de Celaya al lado de Pancho Villa, atacó La Piedad en 1916 y después tomó Paracho, Tacámbaro, Numarán, Monteleón, asaltó Degollado, Tangancícuaro, Santiago Tanganmandapio, Sahuayo, Moroleón, Santa Ana Maya, Cuitzeo, Zamora, Jiquilpan, Pátzcuaro, innumerables haciendas, y a principios de 1918 incluso llegó a amenazar la ciudad de Morelia.

Siempre que las tropas del general Chávez atacaban los pueblos de esas regiones, la defensa era desesperada e inútil. Este hombre de cuerpo enjuto, feroz y silencioso, había demostrado no tener ninguna clase de piedad.

Con sus hombres acostumbraba el saqueo, el incendio, la tortura a los vencidos, las mutilaciones, las violaciones a las mujeres de los pueblos caídos, tan acostumbradas por los villistas, eran singularmente crueles al ser cometidas de manera tumultuaria por los “Tigres pintados” de Chávez quienes se caracterizaban por su sadismo, por el resentimiento exacerbado que demostraban.

Las imágenes eran bizarras. Pedía que le dieran de comer después del fragor del combate. Y así Inés Chávez comía con tranquilidad sus alimentos en una mesa improvisada de la plaza en medio de los incendios, frente a los colgados de los árboles, oyendo los alaridos salvajes del saqueo y los gritos de súplica de las mujeres.

Después de que hizo prisioneros a los integrantes de un cuarteto de música clásica que atrapó en el asalto a un tren, los obligaba a tocar sonatas de Mozart ahí, en la plaza de sus victorias. Y también “La Adelita”, que le gustaba especialmente y tarareaba.

En su Estado Mayor estaban Macario Silva, de quien se decía era hijo de un coronel del Ejército de Maximiliano, Manuel Roa, que cabalgó con Villa en el norte, el Manco Nares, Fidel Gonzalez, el más sanguinario de todos apodado el Chivo Encantado, vestido con su traje de charro con adornos de plata y cuya cabeza sería exhibida para mostrar la muerte de un bandido; también su verdugo personal, Trinidad Ávalos. Chávez tuvo a su enano, como Villa a su Fierro, como Zapata a su Coronela, un sicópata que disfrutaba torturando prisioneros y llevaba la cuenta de los hombres que personalmente había ahorcado en los árboles de Morelos.

A veces los “Tigres pintados” amarraban a sus prisioneros en estacas a lo largo de un camino. Y las tropas apostaban con algarabía a ver a cuántos mataba Trinidad Ávalos, el enano de Chávez, con su sable, montado a pelo del caballo y a todo galope.

Y en los atardeceres ociosos de la guerra, Inés Chávez se quitaba las botas polvorientas y sentado en una piedra ante el crepúsculo estiraba las cortas piernas y descansaba mientras el enano le hacía leves cosquillas en las plantas de sus pies con una pluma de gallina.

Chávez atacó Huandacareo. Los defensores no llegaban a cien. Chávez se desconcertó. Sus jinetes eran abatidos y los pequeños cañones hacían daño en sus filas. Siguió mandando al estilo villista oleadas de atacantes y desde las torres, disciplinadamente, heroicamente, los defensores mantenían la resistencia. El combate duró varias horas. Un arriero le avisó a un regimiento de federales: “Chávez no puede con ellos, pero ya van a caer porque se les acaban las balas”. Los federales decidieron ir al lugar del combate y atacaron por la espalda las tropas de Chávez. Esta ayuda inesperada hizo vencer a los defensores.

Chávez nunca regresó a tomar venganza de ese pueblo. Con él cabalgaron más de dos mil demonios. Murió por la influenza española.

Un cura se acercó en su agonía y él le dijo: “Váyase, padre, yo soy el Diablo”. Y le hicieron corridos como a su aliado Villa. Durante muchos años los defensores y los hijos de los defensores conmemoraron esa batalla en Huandacareo donde la gente, no los mitos, pelearon en una época de revuelta y caos, por su libertad, por su honor, por su paz.

Yo conocí a ese niño —el que le avisó a su pueblo la presencia de los tigres pintados—, convertido en un anciano de pelo blanco y vestido con su mono azul como mi abuelo materno, también un arriero de la región. Aunque durante muchos años olvidé su historia.

Dos torres persistieron muchos años como ruinas, muros con hierba en el silencio de las estaciones, enhiestos ante el tiempo, los imagino como un monumento.