David Gaitán, el pánico a las ideas

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Foto: larazondemexico

David Gaitán es actor, director de escena, dramaturgo y fundador de la compañías de Teatro Legeste y Ocho Metros Cúbicos. Nació en la Ciudad de México en la década de los ochenta y es uno de los jóvenes que marca la dinámica de la escena teatral en la actualidad. Ha realizado y/o participado en montajes como ReMar, La pura idea excita, Filial en 4, Escurrimiento y anticoagulantes y rastro, Pato Schnauzer y Disertaciones sobre un charco. Es autor de trece obras de teatro, de las cuales diez han llegado a la escena y se han publicado cuatro. En 2010 fue seleccionado como parte del grupo internacional de dramaturgos del Royal Court Theater y en 2012 participó en la residencia artística del Lark Play Development Center, de Nueva York. Sus dos producciones más recientes, La ceguera no es un trampolín y Edipo: nadie es ateo se presentarán en el Teatro el Galeón, a partir del 25 y 29 de abril, respectivamente. El joven creador habla en esta entrevista sobre el teatro actual y sus propuestas escénicas.

¿Cómo viven el teatro los jóvenes creadores o quienes están consolidando una carrera escénica?

Hay un abanico muy amplio en cómo se vive el teatro en México. Depende de muchos factores. Pero sí creo que hay uno muy significativo. Hay un grupo de creadores que se dedica —odio estas distinciones— al teatro comercial, que es viable, digno y está muy bien, y hay quienes se dedican al teatro, sí, como una actividad para vivir, pero cuyo fin no es propiamente la inversión, el negocio o un éxito financiero, sino que buscan un éxito al generar pensamientos nuevos en el espectador. Yo me ubico en el segundo grupo. Creo que he tenido mucha suerte y junto con la suerte he trabajado tanto como he podido para que la maquinaria se siga moviendo. Opero desde diversas áreas: soy actor, escritor, dramaturgo, director de escena, maestro, hago traducciones, escribo guiones para cine, etcétera. Tengo una vida muy parecida a lo que me interesa, digamos, en un ángulo creativo, pero por otro lado tengo muy claro que no puedo parar de trabajar. Sin embargo, me siento en un momento muy afortunado porque puedo expresar desde varias plataformas un punto de vista sobre el mundo.

La ceguera no es un trampolín es tu más reciente montaje, próximo a estrenarse. Una historia que inscribes en el teatro del absurdo.

Son tres personajes en escena que tienen pánico a formular una buena idea, entonces, a partir de esta primicia abstracta vemos un mundo, digamos, de tintes beckettianos. Tres personajes que hacen una disertación sobre lo que es y lo que no es ser artista. En la conversación que ocurre en el escenario se habla justamente de los riesgos de tener una buena idea y eso, inevitablemente, nos lleva a pensar qué significa tener una buena idea en un mundo como el actual, donde cualquiera puede autorizar o legitimar su opinión por el hecho de hacerla pública, por ejemplo, en las redes sociales. Frente a esto, ¿cuál es el temor de decir cosas en la esfera pública? Ante las respuestas que eso pueda generar, la historia aborda estos universos y yo aspiro a que, desde ahí, la obra encuentre su pertinencia.

"El teatro se ha convertido en un acto de contemplación. Antes no era necesariamente contemplativo porque estaba mucho más próximo a la velocidad de la vida”.

Parece un homenaje a Esperando a Godot.

Sí, hay algo de eso, son tres personajes que buscan habitar un lugar en donde nadie los vea, una especie de grieta, un hueco entre dos lugares: buscan entrar a este lugar abstracto en donde puedan ser invisibles.

Esta obra se estrena en un contexto interesante, en medio de una serie de movimientos públicos como el #MeToo, cuando tú propones que la validación de las ideas u opiniones se da en el mismo momento en que se vuelven públicas.

Cada obra se inscribe, inevitablemente, en su momento histórico, y creo que particularmente con el movimiento #MeToo hay un cambio en los patrones de violencia que los hombres hemos ejercido contra las mujeres. Creo inevitable que todo el teatro que se hace en este momento pase por esa reflexión. Y creo que esta obra será parte de lo mismo aun si nosotros quisiéramos evitarlo, pero no me interesa de ninguna manera evitarlo. Espero que la obra y la reflexión que hacen estos personajes se sumen a la conversación.

¿Cuáles son las complicaciones que este 2019 presenta, tanto para las compañías teatrales como para los creadores?

Las mismas que hemos enfrentado en otros años, no encuentro ningún punto en particular. El primer reto como compañía teatral es, siempre, afianzar un sentido de identidad, tanto con Ocho Metros Cúbicos como con el resto de agrupaciones con las que tengo la suerte de colaborar. El reto es, siempre, tratar de hacer una obra que se comunique con el presente, tanto con lo que nos pasa como compañía, como con lo que le sucede al país y al espectador, quien es nuestro puerto último de arribo, nuestra prioridad.

Frente a la prisa que vivimos con las nuevas tecnologías, donde el consumo de información en las redes sociales es inmediato, ¿cuál es la función del teatro y qué pasa con los espectadores?

Jugando un poco a futurear, creo que hay un efecto paradójico. Por un lado, el teatro se ha convertido en un acto de contemplación, comparado con la velocidad de la comunicación e información que ahora tenemos. Cada vez más, exigimos que lo que leemos o se nos dice sea breve, compacto, asertivo y, además, estimulante. Hay una competencia por la imagen, por conquistar las neuronas de la gente, y eso ha hecho que el teatro se convierta en un acto de contemplación. Antes el teatro no era necesariamente contemplativo porque estaba mucho más próximo a la velocidad de la vida. Todo esto implica un gran riesgo: que la gente no quiera ir más al teatro, que le aburra, que no llegue porque implica un desplazamiento que ahora se necesita para muy pocas cosas. Ya casi todo lo tenemos a la mano en teléfono.

Es un riesgo que se nos complique motivar al espectador para asistir. Sin embargo, también creo que ese estado de excepción que ahora es el teatro, ese estado de contemplación, todo el ritual que le implica a una persona ir a una obra de teatro, desplazarse, atravesar la ciudad, sentarse en una butaca, saber que eso está pasando sólo en ese lugar, lo convierte en una experiencia excepcional y su resultado puede ser mucho más potente. Siento que las nuevas tecnologías y las nuevas formas de comunicarse pueden catapultar al teatro hacia un lugar de acción soñado; otras veces siento que van a terminar por vaciar las salas. Ojalá que suceda lo primero.