“Es posible que hayas olvidado casi todo cuanto has leído de Joaquín de Flora”, le dice Owen Aherne al narrador que imaginamos es el propio William Butler Yeats, en el relato “Las tablas de la ley”, incluido en sus Mitologías. Acto seguido, pasa a contarle la vida de este abad del medievo reconocido por sus profecías, en las que postula que el Reino del Padre ya pasó, que el Reino del Hijo está a punto de terminar y queda por venir el Reino del Espíritu.
De este modo, Joaquín de Flora hace una lectura mística de la historia que entusiasmó a propios y extraños a lo largo de los siglos, dando lugar al surgimiento de rebeliones milenaristas que intentaron apresurar el triunfo del espíritu, “la spiritualis inteligentia, como él la llama”, al animar la creación de sociedades igualitarias y libres, donde las mujeres y los hombres tuvieran los mismos derechos y su vida física no dependiera del gobernante en turno, y la vida espiritual, la eterna, no estuviera en manos de una institución eclesiástica corrompida. Estos intentos fueron exterminados uno a uno, tanto por el poder político, como por el religioso que de ninguna manera querían perder privilegios y temían que la expansión de semejantes utopías corriera como un incendio por toda Europa.
Quien quiera adentrarse en esa historia, puede leer con provecho el célebre libro de Norman Cohn, En pos del Milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos, publicado en pleno verano hippie, por lo que cayó como lluvia de flores sobre estampados paisley entre los académicos de la época. No me adentraré en ello porque quiero ir por otro sendero, sólo diré que las teorías de Joaquín de Flora llegaron a estas tierras de la mano de fray Jerónimo de Mendieta quien vio en la evangelización de los indios una señal de la proximidad de los “últimos tiempos” y de cuya conversión dependía la llegada del millenium y con él, el cumplimiento de promesas apocalípticas. Sobre este tema, nadie se ha expresado mejor que Luis Weckmann y Elsa Cecilia Frost.
Idefix y los irreductibles, vis cómica
Pero volvamos a Irlanda, donde Owen Aherne le muestra a Yeats un libro secreto de Joaquín de Flora, titulado Liber indicens in Evangelium Aeternum, que llevó a la hoguera a quienes decían tenerlo en su biblioteca. El mismísimo papa Alejandro VI, halló lo que creía era el último ejemplar y lo condenó a las llamas. Sin embargo, Aherne tiene una copia, dentro de un “cofrecillo de bronce” cincelado por Benvenuto Cellini. Aherne se extiende sobre los diversos temas que trata el supuesto libro perdido y termina declarando que aún “existen personas, en número cada vez mayor, elegidas no para la vida, sino para revelar la secreta Esencia de Dios que es color y música y ternura y dulces olores, y que estos no tienen otro padre que el Espíritu Santo mismo.”
LOS HIJOS DEL ESPÍRITU SANTO “trabajan en ciertos momentos con los ojos fijos en la sustancia luminosa sobre la que el Tiempo ha amontonado los desechos de la creación (el subrayado es mío); toda vez que el mundo existe únicamente para ser una maravillosa narración para los ojos de las generaciones venideras”. Hasta aquí Yeats y sus conjurados celestes.
Como si se tratara del penúltimo milenarista disfrazado de humilde archivista en alguna biblioteca perdida de París, Walter Benjamin tuvo también su visión en Patmos, se llamó, en atención a la moda de la época, Tesis de filosofía de la historia. En ella, Benjamin ve un ángel dibujado por Paul Klee, es “el ángel de la historia”, tiene vuelto el rostro hacia el pasado, y allá donde “a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándola a sus pies. (El subrayado es mío). Bien quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado.” Pero un huracán llamado progreso lo empuja irremediablemente hacia el futuro.
¿Qué hombre, qué mujer sensible no ha visto en su propia época el límite y fin de los tiempos? Desde el promontorio de sus ochenta y dos años, Ernst Jünger postula en Eumeswil, su última novela, que “cuando dirigimos la mirada al pasado, contemplamos tumbas y ruinas, montones de escombros (sí, me gustan los subrayados). Pero ocurre entonces que también somos víctimas del espejismo del tiempo: creemos avanzar hacia adelante y progresar, cuando en realidad nos estamos moviendo hacia ese pasado. Pronto le perteneceremos: el tiempo pasa sobre nosotros,
nos deja atrás.”
“Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra”, asegura Benjamin en el segundo apartado de su Tesis de filosofía de la historia. Podría decirse que la cita secreta entre generaciones para la que Benjamin nos prepara es justo la esperanza en una parusía histórica que redima el tiempo de manera definitiva.
Sin embargo, quizás el encuentro sea todavía más íntimo. Yeats castiga al protagonista de su relato por querer adelantar y crear por sí mismo el tiempo del Espíritu Santo: se vuelve loco. ¡Qué tiempos aquellos en los que un libro podía envenenarnos! Benjamin, por su parte, al no tener un personaje sobre el cual hacer caer El Reino, lo pospone de manera infinita y cada segundo “es la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías”. En cualquier caso, ambos confían el trabajo a un solo individuo: común o sobrenatural. Con los detritus del tiempo, los espíritus de Yeats quieren hacer obras de arte; y el ángel de Benjamin, como Jesús en los Infiernos, quisiera levantar a los muertos.
En cambio, Jünger reconoce que ya estamos allá, somos aquellos muertos, abono, quizás, para tiempos mejores: es decir, somos el lenguaje del tiempo, su paso y su espera, la forma en la que el tiempo actúa sobre sí mismo.
Articular espiritualmente el tiempo es acaso nuestra última labor, no como historiadores, sino como individuos. En concebirnos como parte del tiempo,
como un momento del transcurrir que comenzó hace mucho y no terminará con nosotros, reside un oscuro consuelo: tal vez, el Reino del Espíritu, en su forma más compleja y cumplida, no sea otra cosa que discurrir nuestra existencia como una figura del Tiempo, su ensayo y su ejercicio, su rendición y su conocimiento. Acaso, sólo al contemplarse uno mismo como mero fenómeno, podamos barruntar la transformación de lo transitorio en sacramental. El tiempo en Eternidad.