2.ASESINADA POR SU EXMARIDO
Fernanda Siqueira, veintinueve años, fue asesinada a puñaladas a la vista de los vecinos, cuando devolvía las llaves del departamento donde había vivido con su ex hasta hacía pocos meses.
B
Y, sin embargo, el inicio había sido chispeante.Lleno de carcajadas. Haría cosa de un año. Imposible no verlo. Él estaba en el jardín del club, con los antebrazos clavados en el césped bien cuidado y las piernas atléticas en alto, apuntando hacia el cielo azul, sin una sola nube, “una posición invertida de yoga”, me explicó cuando estuvo conmigo en la piscina. “Es como si la sangre destapara las cañerías de los vasos sanguíneos”, dijo, entre dos breves inmersiones, “… saca un montón de cosas podridas”.
Mi trabajo consistía en lidiar con agudas lanzas de odio y enormes cantidades de ignorancia. Si me pusiera de cabeza, pensé, vomitaría arsenales nucleares y marañas de alambre de púas.
—¿De qué te ríes? —preguntó.
No me estaba riendo. La fotofobia, agravadapor la falta de lentes oscuros, clavaba en mi cara un remedo de sonrisa.
Se llamaba Amir y vivía en mi mundo, era abogado, como yo, mayor que yo, divorciado, y ahora me daba cuenta de que éramos miembros del mismo club recreativo del barrio de Pinheiros.
Lo había visto muchas veces desempeñarseen los juzgados, acusando a delincuentes anónimos con una oratoria sólida, impactante. Notable.
Allí, en el agua, sin el traje y sin los asesinos a los que destruía, y a pesar de sus dientes, que podrían estar en mejores condiciones, me pareció aún más seductor. En realidad, bajo aquella luz radiante, lo que veía era a un tipo muy insólito: un fiscal yogui con una tesis de doctorado sobre Wittgenstein, capaz de pararse de cabeza como un acróbata de circo.
Con media hora de conversación ya me sentía a gusto.
Después de nadar, seguimos charlando, hablamos de sus delincuentes, jodidos en general, entre los que ahora se contaban venezolanos y haitianos, y de la filosofía, que le interesaba particularmente. Le hablé de mi intento de leer las Investigaciones lógicas.
—Me rendí luego luego —expliqué—, justo después de toparme con una divagación sobre cómo sería la representación de un no-gato sobre la mesa. O de un gato que estuvo en la mesa.
—Eso ha de ser Husserl —afirmó él, riéndose. Pronto nos envolvió una atmósfera de buen humor. Reírte con alguien es un poderoso afrodisíaco.
—¿No será que acabaste de fiscal porque te apasiona ese tipo de filósofos? Se me hace que te gustan las cosas complicadas —dije.
—Hay que tener cuidado contigo —contestó—. Las mujeres inteligentes son un peligro.
Lo que me estaba diciendo en ese momento era que, por lo general, las mujeres son tontas. Pero claro que, bajo los efectos de la seducción e intoxicada por mis propias hormonas, no me di cuenta. Lo que es peor: invertí las señales, convertí lo negativo en positivo. El hombre tenía una táctica eficaz para volverse protagonista: consistía en usar la lengua como un martillo con el que echaba abajo todo lo que había a su alrededor. Recuerdo que ese día estaba asoleándose ahí cerca un respetado sociólogo que llamaba la atención de los presentes. El hombre me sonreía, comiéndome abiertamente con los ojos.
—¿Te cae bien ese tipo? —me preguntó Amir. No me dejó ni contestar.
—Es un pseudointelectual de plantón —así definió al sociólogo. Y remató—: fíjate: nada más surge algún debate sobre los indígenas o sobre el acoso sexual o el racismo o la deforestación en la Amazonia y listo, ya está él ahí, en los estudios de las emisoras o en internet, blanco como un gusano de guayaba, con sus aretes y sus pantalones rojos y unos lentes de esos que están a la moda, iguales a los que usan todos los que están a la moda, tomando la posición que toman todos, arrojando las piedras que arrojan todos, pegándole a los mismos blancos. Porque es “la onda” estar contra esos a los que todos atacan. A favor de esos a los que todos defienden. Queda uno bien. No duele. Lo único que hace él, desde el punto de vista intelectual, es seguir el flujo de eso a lo que alguien llamó rebaño-ingenioso. Odio esa decencia de plástico.
Se llamaba Amir y vivía en mi mundo, era abogado, como yo, mayor que yo, divorciado, y ahora me daba cuenta de que éramos miembros del mismo club
Más tarde les comenté a mis amigas que aquel hombre era un tipo mercurial. Fuera de los moldes. Eso me gustó.
Cuando le conté que comenzaban a interesarme las actividades pro bono de mi bufete, me sugirió que, si me hacía sentir culpable ganar dinero —no era el caso, mi salario de abogada principiante era casi de risa—, me dedicara al magisterio.
—¿Por qué? —pregunté.
—¿Quieres hacerle un favor a la sociedad? Eso es un favor.
—No es un favor. Es un intercambio de experiencias.
—¿Cómo que un intercambio? ¿Tú pones el trabajo y ellos el problema? Yo no creo en esas cosas. La solidaridad, el altruismo, Santa Claus, las rifas, nada de eso sirve en este país. Conmigo no cuenten —dijo—. Prefiero mi parte en dinero.
Solté una carcajada. Me tomé como chiste esas palabras que no eran sino mediocres. Mezquinas. Le pregunté:
—¿En qué otras cosas no crees?
—Mejor pregúntame en qué sí creo.
—Haz una lista.
—En el cáncer. En Darwin. En las matemáticas puras —respondió—. Y en el diablo.
Cuando nos zambullimos para pescar la gorra que el viento fuerte que empezaba a soplar me había arrebatado, yo ya podía sentir que a nuestro alrededor pulsaba cierta energía.
Al caer la tarde, estábamos en su departamento; yo, tostada de sol y él, levemente embriagado por el vino que habíamos tomado con la comida.
Así empezó todo.
Una jamás se imaginaría que un tipo así, que estudia a Wittgenstein y practica yoga, va a acabar soltándole un trancazo en el baño de una fiesta de fin de año de abogados.
Pero las estadísticas demuestran que es frecuente. Y que muchos no se contentan con dar un bofetón. Prefieren matar.
