Estaremos en los mares para siempre

OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

Estaremos en los mares para siempre Foto: José de Jesús Pintos

La playa de Hornos, en aquel entonces, tenía mucho más de su pasado prehistórico que del presente inverosímil que se le presentaba allá abajo, donde había dejado a su mujer tomando el sol. Sentado en una silla de fierro soldada al piso y forrada de mimbre, el único pasajero se aferraba a los fierros internos del fuselaje y maldecía el momento en que había aceptado el “vuelo de placer”. Le habían dicho que podía abrir la ventanilla, pero se limitó a correr la cortina blanca para mirar como las aves de presa. Sus ojos se posaban sobre cualquier cosa y se distraían al instante con otra. Una piedra, un edificio que desentonaba con el paisaje, una ola, un remolino, un árbol, una nube.

El piloto volteó sonriente y le enseñó el pulgar. Él hizo lo mismo, mostró el pulgar enrojecido de tanto tiempo aferrado y torció la boca. Era algo insólito y aterrador, el mar se alargaba para siempre hacia uno de sus costados y, hacia el otro, la tierra ondulaba en protuberancias ahora verdes, ahora cafés hasta que se unían en una línea blanca con el cielo.

LA AVIONETA SE ALEJÓ y la sombrilla roja que usaba como chincheta sobre el mapa de la bahía desapareció. Pasaron entre la Roqueta y Punta Bruja para adentrarse por completo en dos inmensidades azules. Aflojó las manos, su respiración se normalizó y su vista siguió un águila pescadora que sobrevolaba alguna presa.

A los pocos minutos, la nave se ladeó y dibujó una curva que anunciaba el regreso. La bahía de Acapulco era el mar entrometido en la tierra. El Farallón del Obispo y el Islote de San Lorenzo se irguieron, recuperando sus formas y volvió a ubicar la sombrilla roja. Incluso creyó ver la cabellera rubia de su esposa, un caballo flaco y la cabeza de dos niños revolcándose en la costa.

La avioneta giró de forma intempestiva hacia la izquierda cuando estuvo sobre la ciudad. Bordeó las playas y se adentró en el recodo de piedras y acantilados donde se asentó por primera vez una ciudad. Distinguió una estrella de piedras blancas. Era el Fuerte de San Diego.

COMO CUALQUIER PÁJARO, el avión inclinó la nariz y aceleró. El pasajero, confundido, miró hacia el piloto y sólo vio una nuca y el borde dorado de la gorra azul. El trino de algunos pájaros, el romper de las olas. Se aferró con más fuerza a su asiento mientras el avión se inclinaba. Se acercaron tanto a las edificaciones que pudo ver la forma de los sombreros y el color de los vestidos de los pobladores. Los toldos brillantes de los autos lo cegaron un instante. Se siguieron acercando. Sortearon los mástiles de las embarcaciones, rozaron las azoteas y se enfilaron a un páramo vacío.

Una larga pista apareció frente a sus ojos. El avión aterrizó suavemente. Era 1934, tenía 29 años. Cuando puso ambos pies en el asfalto se alejó de la avioneta sin cruzar palabra con el piloto. Esa misma tarde, después de tomar algunas cervezas, ignoró las banderolas rojas clavadas en la arena y se metió al mar. Lo último que vio fue un ave blanca que surcaba el cielo.