“No se puede tener nada –decía Anthony Patch en Hermosos y malditos—, nada en absoluto [...] Es como un rayo de sol que entra en una habitación y se desplaza por ella. De pronto se detiene y baña de oro algún objeto carente de interés, y nosotros, pobres idiotas, tratamos de apresarlo. Sin embargo, cuando lo hemos hecho, el rayo de sol se desplaza hacia otro lado, y tú te has quedado con el objeto insignificante, pero aquel resplandor que te hizo desearlo se ha desvanecido ya...“Nada hay más doloroso que ese rayo que se desplaza y las heridas que nos infligimos persiguiéndolo.
–Pietro Citati, La muerte de la mariposa.
I. DOS REYES
Es posible ensamblar la figura de Francis Scott Fitzgerald en el regio marco que Pierre Michon plantea en su libro Cuerpos del rey:
Sabido es que el rey tiene dos cuerpos: un cuerpo eterno, dinástico, que el texto entroniza y consagra, y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett, o Bruno, Dante, Vico, Joyce, Beckett, pero se trata del mismo cuerpo inmortal ataviado con pasajeros andrajos; y hay otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce, y entonces tiene anillos y mirada miope y pasmada; o nada más se llama Shakespeare, y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina. (Anagrama, 2006.)
O nada más se llama Fitzgerald y tiene la cara de un guapo muchacho rubio y viste elegantes atuendos que de todos modos un día serán harapos. En tanto, su cuerpo inmortal, Scott Fitzgerald, disputa con Jay Gatsby la eternidad. No es que Fitzgerald sólo tenga una gran obra, ni que tenga por alter ego a Gatsby, pero es un hecho que hay una asociación, forzada o natural, que todos los lectores hemos querido establecer entre el escritor y su personaje más famoso. Aun así, hay alguien que supera a Gatsby en ese propósito, “un doble de Fitzgerald”, como ha explicado Harold Bloom:
Fitzgerald concibió Tierna es la noche, con ese título tan digno de Keats, como su obra maestra. Aunque la novela en parte es un fracaso, resulta una fascinante desgracia, una experiencia de lectura intensa, aunque un tanto difusa. Dick Diver es una pálida criatura, si lo comparamos con Gatsby; el lector no puede impedir que le guste Diver, pero a éste le falta la fuerza obsesiva de Gatsby. ¿Diver es vencido por los ricos que tanto lo fascinan o por sus propias debilidades? En forma bastante obvia Diver es un doble de Fitzgerald, cosa que Gatsby no es en absoluto. Diver fracasa y va reduciéndose debido a que su voluntad es débil, en profundo contraste con la de Gatsby. Lo que podría haber salvado a Tierna es la noche hubiese sido la resurrección de Gatsby, pues Dick Diver nunca llega a poseer la vitalidad del gangster-poeta. (Harold Bloom, Novelas y novelistas, Páginas de espuma, 2012.)
Gatsby no es el cuerpo del rey, pero sí su mejor representación. Conviene, entonces, saber un poco sobre su alumbramiento, tal vez el más prodigioso de la novela norteamericana del siglo XX.

II. “PARECER POBRE, UN LUJO.”
Es la primavera de 1924 y Scott Fitzgerald acaba de llegar a París con el propósito de instalarse en la Riviera Francesa junto con Zelda, su mujer, y la pequeña Scottie, su hija, que no ha cumplido ni tres años. Viajan como magnates: casi 20 baúles de bolsas, zapatos, trajes, vestidos y, por si acaso, una Enciclopedia Británica. Se supone que quiere ahorrar (increíblemente, vivir en la Costa Azul es mucho más barato: en lugar de pagar 90 dólares por la niñera, sólo desembolsará 26) pero lleva un tren de vida tan lleno de excesos que en lugar de hacer economías terminará pareciéndose al Charly de su cuento “Regreso a babilonia” (antes de su arrepentimiento, que a él también le llegará): daba sin problemas “mil francos a una orquesta para que tocara cierta canción” o cien “a un portero para que llamara a un taxi”. (F. Scott Fitzgerald, Cuentos, Punto de Lectura, 2005.)
Y como en ese cuento, todo esto no sería “a cambio de nada […] Aquellos billetes, incluso las cantidades más dispa-ratadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordarlas cosas más dignas de ser recordadas”, esas que no dejará de evocar cuando el fracaso toque a su puerta, ya sin Zelda (recluida en un psiquiátrico), con ingresos a la baja, trabajando como guionista en Hollywood y luchando por arrebatarle horas extras a la vida.
Así pues –como nos informa Martín Schifino—:
El dinero nunca alcanzaba. Hoy en día, cuando se han revisado hasta las declaraciones de renta de Fitzgerald,se sabe que en los años veinte ganó en promedio 24.000 dólares anuales y, a fines de los treinta, llegó a cobrar 1.250 dólares por semana en Hollywood. Una pregunta algo ingenua, pero inevitable, es adónde iban a parar semejantes cantidades; las cartas la responden indirectamente en pasajes como el siguiente, de junio de 1925: “No sé cuándo regresaremos a Estados Unidos; puede que nunca. Nos quedaremos aquí [París] hasta enero, salvo por un mes en Antibes, y luego iremos a Niza en primavera, con un viaje a Oxford planeado el verano próximo”; o el siguiente, de junio de 1940: “Vivo en el apartamento más pequeño que puedo sin parecer pobre, un lujo que no me puedo permitir en Hollywood”. (Prólogo a Scott Fitzgerald. El arte de perder: Una vida en cartas, Círculo de Tiza, 2016.)
Para huir del ritmo enloquecedor que llevaban en Nueva York, paradójica y disparatadamente, buscan el clima agradable de la Costa Azul y todo el glamur que la envuelve
Pero ahora son los “locos años veinte” y Francis no quiere perderse de nada al lado de una mujer encantadora, axial e inagotable como Zelda. Va a trabajar en un nuevo libro que piensa será mejor aún que aquel que ya le ha dado un enorme éxito literario y financiero, A este lado del paraíso, publicado cuando sólo tenía 24 años.
Para huir del ritmo enloquecedor que llevaban en Nueva York, paradójica y disparatadamente buscan el clima agradable de la Costa Azul y todo el glamur que la envuelve y que la ha convertido en el sitio preferido por la aristocracia y la burguesía europeas. Se van a instalar en la Villa Marie en Valescure, junto a Saint-Raphaël; desde ahí, en su poderoso Renault descapotable, recorrerán las mejores villas, bares, restaurantes y hoteles de Mónaco, Saint Tropez y Cannes. La casa ofrece una linda vista del mediterráneo y tiene jardines y terrazas, todo un sueño para imaginar precisamente a un nuevo rico como Trimalción, el personaje que da título provisionalmente a la novela que Fitzgerald lleva en la cabeza.
III. IMPOSIBILIDAD DE TRIMALCIÓN
En medio de las bacanales relatadas por Petronio en su Satiricón, aparece un personaje, Trimalción, que se dispone a “manumitir a unos cuantos esclavos suyos, fiesta que celebraba con una espléndida cena”. Lo primero que sabemos de él es que se trata de un “hombre opulento que tiene en el triclinio un reloj que le advierte por medio de un esclavo con bocina cuántopierde de vida”.
La primera tentativa de Fitzgerald es que el personaje de su novela se inspire en el de Petronio, pero éste resulta demasiado frívolo y está más empeñado en llevar a cabo una fiesta al estilo de Nerón (quien gobernaba en esa época) que en buscar atraer e impresionar, como Gatsby, a un viejo amor (Daisy Buchanan). Sin embargo, en Trimalción priva más lo pantagruélico, aunque para efectos de ilustrar lo que significa un hombre rico que viene de muy abajo, cumple con todos los requisitos; por lo demás, los suntuosos festines que organiza no le impiden reflexionar acerca de las vanas ilusiones de la existencia humana.
En la Cena Trimalchionis que describe Petronio, por ejemplo, un esclavo coloca “sobre la mesa un esqueleto de plata, tan bien hecho, que las vértebras y articulaciones podrían moverse en cualquier sentido. El esclavo hizo funcionar el mecanismo, moviendo dos o tres veces los resortes para hacer tomar al autómata diversas actitudes y Trimalción declamó con énfasis estos versos: “¡Ay, míseros de nosotros, qué pequeña cosa es ser un hombre pobre! /¡Todos vamos a ser así, el día en que el Orco nos lleve… / ¡Vivamos, pues, con el placer por lema!” (Cayo Petronio Arbitro, Satiricón, Losada, 1996.)

Pero Trimalción no puede convertirse en el héroe que encarne novelísticamente la poética de T. S. Eliot que, como se sabe, ronda El Gran Gatsby; no tiene nada que ver con esos espíritu dolidos y antirrománticos que surgieron de la misma tierra yerma que dejó la Primera Guerra Mundial.
Cautivado por la novela de Fitzgerald, a finales de 1925 T. S. Eliot le envía una famosa carta en la que reconoce que El Gran Gatsby es “el primer gran paso que la novelística norteamericana ha dado desde Henry James”. El poeta supo leer las referencias que hay en la novela a The waste land, su celebrada obra. Jesús Ferrero, traductor de Fitzgerald, anota en su prólogo a la novela algunas de estas alusiones:
La planicie de cenizas que domina el territorio más trágico de la novela es, con toda claridad, una waste land, Gatsby muere en el agua como Flebas el Fenicio del poema de Eliot, y hay una referencia a la “hora violeta” de Latierra baldía cuando el narrador de El gran Gatsby describe el atardecer en el barrio de los teatros de Nueva York. Por otra parte, la impresión que la novela deja de melancolía moderna, ambigüedad moral y obscenidad secreta nos conduce directamente a La tierra baldía… (F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby, Siruela, 2021.)
Por todo esto, independientemente de su nombre, Trimalción no puede convertirse en el personaje de Fitzgerald: es sólo un nuevo rico, sibarita y pretencioso, mientras que Gatsby es un rico taciturno, con una extraordinaria sensibilidad oculta, capaz de dilapidar su fortuna en aras de “repetir el pasado” y reencontrarse con el amor, sin saber que éste es inalcanzable y que cada fiesta lo dejará más solo. Trimalción se emociona con toda la parafernalia de sus reuniones; a Gatsby, en cambio, le tienen sin cuidado las fiestas a sus expensas, son sólo un medio para hacerse presente nuevamente en la vida de su amada.
Justo a mediados de esa vertiginosa década, muchos norteamericanos vivían la ilusión de hacerse ricos sin mayor esfuerzo
IV. LOS AÑOS VEINTE: DEL SUEÑO AL CRAC
Gatsby no podía venir al mundo en otra época que no fueran los años veinte. Justo a mediados de esa vertigi-nosa década, muchos norteamericanos vivían la ilusión de hacerse ricos sin mayor esfuerzo. “El nuestro —decíael economista John Kenneth Galbraith— es un mundo habitado, no por gentes que necesitan la persuasión para creer, sino por personas que piden una excusa cualquiera para creer”. (John Kenneth Galbraith, El crash del 29, Ariel, 1982). Por lo demás, los datos que ofrecía la realidad económica eran entonces una extraordinaria excusa: el crecimiento económico y la expansión del mercado de valores parecían ilimitados.
El sueño americano, siendo una creencia cuasi religiosa por aquellos días, un culto que tenía en Wall Street su Meca, fomentaba sin saber toda esa locura que el propio Galbraith llamó “la escapada en masa al mundo de lo irreal”, un “componente fundamental de la verdadera orgía especulativa” que acabaría explosivamente en el crash de 1929.
Un contexto como éste resultó ser el más propicio para que Gatsby fuera pergeñado. En el conjunto de piezas de Fitzgerald que Edmund Wilson, amigo suyo, reuniera en 1945 bajo el título de The crack up, hay un recuerdo muy vívido:
El período de diez años que, resistiéndose a morir añejo en su cama, saltó a una muerte espectacular en octubre de 1929, había comenzado en 1919, más o menos en la época de las revueltas del 1o de Mayo […] Los acontecimientos de 1919 nos dejaron más cínicos que revolucionarios […] Típico de la Era del Jazz fue no interesarse para nada por la política […] Fue una era de milagros, una era de arte, una era de excesos y de sátira. (F. Scott Fitzgerald, El derrumbe y otras piezas y cuentos, Zig-Zag, 1969.)
También en medio de este período se abre paso la hipócrita Ley Seca y, con ella, el auge de los negocios ilícitos. Toda la Generación Perdida de la que forma parte Fitzgerald tendrá como trasfondo de su literatura estos años “locos” y violentos a un tiempo. ¿De dónde más podía provenir la fortuna de un pobre muchacho como Gatsby que fue a la guerra y no quería conformarse con el destino que su regreso le aguardaba?
Corre tanto alcohol en El Gran Gatsbyque cuesta trabajo creer que la historia transcurre en medio de La Prohibición. Ésta hizo ricos a muchos hombres y, en especial, a quienes ya habían comenzado antes una carrera delincuencial; seguramente ese es el caso del misterioso Meyer Wolfsheim, socio, padrino o protector de Gatsby, y —según coinciden muchos críticos— personificación literaria de un gángster llamado Arnold Rothstein, mejor conocido en los bajos fondos como The Brain (“El cerebro”).

Rothstein fue el principal corruptor de los deportes profesionales (cosa que tal vez no le costó mucho trabajo) y fue muy conocido por el Escándalo de los Medias Negras, como se conocía a un equipo de béisbol, los Chicago White Sox, que perdió deliberadamente en la Serie del Mundial de 1919 para favorecer unas apuestas. En la novela, Wolfsheim tiene hacia Gatsby una profunda estima que le permite dejar a su romántico discípulo organizar espectaculares fiestas, mientras él se ocupa de la parte tosca de los negocios.
De algún modo, Gatsby presagia el final de esos tiempos. Tanto dinero fácil, tanto desenfreno no podían acabar bien. Un tiempo después, en 1936, Fitzgerald está en condiciones de ligar todo y hablará por sus personajes de esa época, como si quisiera escribir un epitafio para sus tumbas:
Sin duda que la vida entera es un proceso de quebrantamiento, pero los golpes que desempeñan la parte dramática del trabajo —los grandes y repentinos golpes que vienen, o parecieran venir, del exterior—, los que uno recuerda y lo hacen culpar a las cosas, y de los cuales, en los momentos de debilidad, se habla a los amigos, no muestran sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpe que viene de adentro y que uno no siente hasta que es ya demasiado tarde para impedirlo, hasta que comprende positivamente que de algún modo no volverá a ser el mismo. El primer tipo de quebrantamiento parece ocurrir rápido; el segundo ocurre casi sin que uno lo sepa, pero se le percibe en realidad muy de repente. (El derrumbe…, Zig-Zag, 1969.)
V. NACE EL GRAN GATSBY (POR SUERTE)
En abril de 1924, Fitzgerald le escribe a su editor Maxwell Perkins:
Si bien tengo la esperanza y la intención de terminar la novela en junio, ya sabes cómo son estas cosas. Y aunque me lleve diez veces más tiempo, no podré soltarla a menos que contenga todo lo mejor de lo que soy capaz o incluso, como a veces me da la impresión, algo mejor de aquello de lo que soy capaz [...] Te pido que tengas paciencia con el libro y que confíes en que, por fin, o al menos por primera vez en años, estoy dando lo mejor de mí. He contraído docenas de malos hábitos de los que estoy tratando de librarme. (Todas las cartas citadas provienen de Scott Fitzgerald. El arte de perder: Una vida en cartas, Círculo de Tiza, 2016.)
Su estadía en la Costa Azul había supuesto una prueba de fuego para su capacidad de concentración. Quizás una isla desierta le hubiera venido mejor, pero la vida al lado de Zelda exigía ciertos estándares sociales. Los “malos hábitos” de los que se estaba tratando de librar no eran, por cierto, el alcohol o las fiestas interminables, sino, según él, la pereza, “consultarlo todo con Zelda” y la “desconfianza de mí mismo”. A pesar de todo, haría valer en unos cuantos meses eso que le confiesa al mismo Perkins: “Siento un grandísimo poder en mi interior, en cierto modo más del que nunca he tenido, pero funciona de manera irregular y con muchos contratiempos”.
Hacia mayo de ese mismo año, su estado de ánimo refleja una enorme confianza. Así se lo manifiesta a Tom Boyd:
Hasta que no termine la novela, no leeré nada, salvo a Homero y literatura homérica e historia desde el año 540 al 1200. Y ruego a Dios no ver un alma durante seis meses. Mi novela es cada vez más extraordinaria; me siento completamente dueño de mí mis-mo y por fin podré satisfacer mi deseo de soledad, que ha ido aumentando a lo largo de tres años en una progresión aritmética. […] Bueno, escribiré una novela mejor que cualquier otra escrita en Estados Unidos y me convertiré por definición en el mejor segundón del mundo.

En septiembre declara a su agente, Harold Over, que ha terminado la novela. Tiene como primera intención que se publique en partes, pero no cree que encaje en muchos medios, puesto que “artísticamente, está muy por encima de todo cuanto he hecho”. Para noviembre, Maxwell Perkins, su editor, continúa leyéndola y haciéndole un sinúmero de observaciones. El Gran Gatsby no sería (incluso desde el título) lo que es, sin la intervención de este gran editor que jugó un papel fundamental en la confección final de la obra.
Si bien Fitzgerald y Perkins seguirán discutiendo diversos pasajes a finales de 1924 y comienzo de 1925, el juicio deleditor no deja lugar a dudas:
[…] posee un extraordinario grado de vitalidad y encanto y muchas ideas subyacentes de calidad descomunal. A veces tiene esa especie de atmósfera mística que le habías infundido a Paraíso y que no utilizabas desde entonces. Es una magnífica fusión, unificada en la presentación, de las fabulosas incongruencias de la vida actual. Y en cuanto a la escritura, es asombrosa.
Todavía en enero de 1925, el título es objeto de una gran polémica entre Perkins y Fitzgerald:
[…] en el fondo creo que tendría que haberlo llamado Trimalchio. No obstante, supongo que habría sido una tontería hacerlo en contra de todos los consejos. Trimalchio en West Egg era sólo una solución de compromiso. Gatsby se parece demasiado a Babbit [una novela de Sinclair Lewis] y El gran Gatsby no tiene fuerza porque no recalca ni siquiera irónicamente su grandeza o la falta de ella. En cualquier caso, dejémoslo.
Y lo dejaron, por suerte.
Como algunos de sus personajes, Fitzgerald vivió el derrumbe de su mundo una y otra vez. La locura de Zelda fue un parteaguas brutal
VI. “…EL SUCIO POLVO QUE LEVANTARON SUS SUEÑOS.”
Cuando por fin aparece la novela, el 10 de abril de 1925, Fitzgerald mantiene grandes expectativas, pero todavía son mayores y más sombrías las dudas que le externa a Perkins, algunas de las cuales parecen increíblemente muy actuales:
Hoy se publica el libro y me asaltan los temores y los presentimientos. Supongamos que al público femenino no le gusta porque no hay en él ningunamujer importante, y que a los críticos no les gusta porque trata de ricos y no contiene ningún campesino sacado de Tess puesto a trabajar en Idaho. Supongamos que ni siquiera cancele mi deuda contigo: caramba, ¡para lograrlo deberían venderse 20,000 ejemplares! De hecho, he perdido toda confianza; no te lo contaría si no fuese porque, cuando recibas esta carta, se sabrá lo peor. Yo mismo estoy harto del libro. Lo reescribí al menos cinco veces y me sigue pareciendo que la escena que debería ser la más sólida (la del hotel) es apresurada y poco eficaz. También el último capítulo, el entierro, el padre de Gatsby, etc., es imperfecto. Es una pena porque los primeros cinco capítulos y algunas partes del séptimo y el octavo son lo mejor que jamás he escrito.
Durante los meses en que escribió la novela, Fitzgerald vivió muchas cosas: Zelda se enamoró de un aviador, sus lecturas se hicieron mucho más selectivas (Proust, Conrad y Dostoievsky a la cabeza), combinó cierta disciplina cotidiana con demasiados tragos, y cuando por fin dio por terminada su obra, volvió a beber a sus anchas para remediar a su manera todos los sentimientos de inferioridad y la enorme inseguridad que lo acompañaron siempre, incluso cuando era notoriamente exitoso.
Si Nick Carraway, el narrador de la novela, hubiera conocido a Fitzgerald, probablemente habría dicho de él lo mismo que dijo de Gatsby:
[…] había algo espléndido en él, cierta exaltada sensibilidad ante las promesas de la vida […] el de Gatsby era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he hallado en otra persona y no es probable que vuelva a encontrar. No; Gatsby demostró su valía al final; fue lo que se cebó en él, el sucio polvo que levantaron sus sueños, lo que provocó durante algún tiempo mi desinterés por las penas infructuosas y las alegrías alicortas de los seres humanos. ( El Gran Gatsby, Alfaguara, 2010.)
Como algunos de sus personajes, Fitzgerald vivió el derrumbe de su mundo una y otra vez. La locura de Zelda fue un parteaguas brutal. En 1940, pocos días antes de morir, le escribió a su hija: “Los enfermos mentales son simples invitados en la tierra, eternos extranjeros que llevan consigo decálogos rotos que no saben leer”.
Entre ésta y las caídas sucesivas que sufrió cada vez se sobreponía menos, pero no dejaba de insistir; una secreta esperanza lo animaba hasta el final. Tal vez, como Gatsby, “creía en la luz verde, en el orgiástico futuro que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa en el momento presente, pero ¡qué importa!; mañana correremos más deprisa, nuestros brazos extendidos llegarán más lejos […] Y una hermosa mañana…”
La enseñanza de Gatsby es rotunda. Lo que hace adictiva a la esperanza es el futuro, su probable brillo: vamos tras élsiempre, aunque sepamos que sólo se tiene el pasado.


