Asesinato en la alberca

Unas vacaciones familiares programadas, una llegada sin sobresaltos al destino turístico, un desenlace imprevisto. Asesinato en la Alberca parece un relato policiaco donde el tema es la desaparición del protagonista principal. Nada más alejado de la verdad. El Cultural presenta un fragmento de la novela en preparación de Kyra Galván, quien pone a “hablar del asunto” a todos sus personajes en primera persona.

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AURA (EL BAR)

Subimos los veinte escalones que mediaban de la alberca al bar. Cruzamos el pequeño puente que conducía a la majestuosa terraza desde donde se admiraba el mar, pero El bar, que no tenía otro nombre más imaginativo estaba en remodelación. Había plásticos colgando de algunos andamios, nohabía sillas donde sentarnos y todo estaba lleno de polvo. Hoy no es nuestro día, pensé. Así que, un poco confundidas y aún shockeadas por los sucesos, subimos los otros diez escalones que conducían al comedor y preguntamos si había happy hour o no. Claro que sí, nos dijeron, sólo que están arreglando el bar. Tomen la mesa que quieran y díganos qué quieren tomar, nos explicó un empleado de ascendencia china que trabajaba en el hotel.

—¿Qué se te antoja, Delia? —le pregunté a mi amiga.

—¿Te parecería bien un vino blanco? —contestó.

El chino sugirió que podíamos compartir una botella.

Nos pareció buena idea y accedimos.

Pronto nos dimos cuenta de que el chisme ya había corrido como pólvora entre el personal del hotel, y todos sabían que nosotros éramos las que la habíamos encontrado. A la ahogada, por supuesto. Así que discretamente iba llegando más personal al comedor que quería atendernos. ¿Qué más se nos ofrecía? ¿Un vaso con agua? ¿Hielos? ¿Botana?, ¿Servilletas de papel?

Y casualmente, el mesero nos hizo plática.

—¿Así que ustedes fueron las que encontraron a la mujer de la alberca?

Las dos hicimos un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Sí, ¡qué susto! —comentó Delia

—Entonces, ¿no vieron a nadie por ahí? ¿Alguien que estuviera huyendo o algo así?

—Nop —contesté. No vimos a nadie.

El chino movió la cabeza en negación. —¡Qué barbaridad! Ya sabrán que le encontraron marcas rojas en el cuello y en el brazo. ¿verdad?

Delia y yo pelamos los ojos.

—¿Cómo? No, nosotros no alcanzamos a ver tanto detalle. Estaba bocabajo y luego cuando la sacaron todo fue muy rápido —y luego calculé el tiempo que nos había tomado llegar al bar, comentar sobre el estado de destrucción y luego subir el tramo hasta el comedor. Me parecía imposible que se hubieran enterado de tantos detalles en ese breve tiempo.

—Sí —respondió el chino con gran seguridad—. Eso quiere decir que alguien la ahorcó. No se ahogó, no, la mataron, —sentenció con una serena convicción. Tenía marcas rojas y moradas en el cuello —dijo, reforzando su afirmación con ademanes que señalaban las marcas en el cuello —y continuó—. Así le pasó a una vecina de la colonia donde vivo, ya hace varios años, pues la encontraron igual que a ésta, con marcas rojas en el cuello y luego resultó que el marido la ahorcó. Quesque porque le había sido infiel. Sepa usted si era cierto o no. Lo agarraron y estuvo un tiempo en el tambo, pero luego lo dejaron salir. Dicen que se fue pa’ Veracruz. Ya ve que aquí los asesinos no duran mucho enlatados.

Mientras tanto, Delia y yo nos mirábamos con los ojos de plato y nos empinábamos la copita de vino, que así fría, casi helada, sabía deliciosa. El chino, de manera casual, nos sirvió la segunda copa.

A mi cuerpo no le escurría el agua y el traje de baño no se colgaba con el peso del líquido. Está raro, pensé, entonces dirigí la mirada hacia el agua, porque algo malo le pasaba a esa agua que no mojaba

Delia lo interrumpió y le comentó al hombre que queríamos ir al pueblo, que si no había problema de que saliéramos al rato.

—Sí, no creo que haya problema, pero ya le llamaron a la policía y probablemente las van a interrogar.

Delia y yo nos mirábamos y sólo seguíamos bebiendo. Supongo que queríamos olvidar el incidente.

—Pero no se preocupen —continuó—, ustedes no tienen de qué preocuparse. No son sospechosas. Y se rio.

Nosotras también nos reímos de nervios.

—Pues sí, nosotros sólo la encontramos —terció Delia.

—Pus claro, —aseguró el chino— si no, hubieran estado todas mojadas, y miren qué arregladitas se ven.

Hecho que confirmamos con un movimiento afirmativo de cabeza. No sólo nos habíamos bañado y vestido para salir, sino hasta nos maquillamos, hecho que no pasó inadvertido para nadie.

—Tuvo que haber sido alguien más, probablemente otro de los huéspedes, pero a saber —comentó el mesero.

En ese momento me di cuenta de que no nos iba a dejar solas el asiático. Así que decidí hacer preguntas también.

—Oiga, ¿y la mujer era la mamá de una niña chiquita? ¿verdad?

—Sí, qué triste. La niña sólo tiene tres o cuatro años.

—Sí, las vi ayer en la playa.

—Creo que vienen con su mamá. Quiero decir, venían. La mamá de la señora.

—Ah, menos mal, no se queda sola la niña. ¿Ya les avisaron?

—En eso estaban, ya les deben de haber avisado. ¡Pobre chiquita! ¡Imagínese la impresión! ¡Y la señora!

—Terrible —balbuceé.

David Hockney: A retrospective The Metropolitan Museum of Art ı Foto: David Hockney

Para esto el chino ya nos estaba sirviendo la tercera copa de vino y ya comenzábamos a sentir sus efectos.

Delia preguntó: —¿Y a qué hora llegará la policía? ¿Tendremos que esperar mucho tiempo?

—Pues quién sabe, a veces sí, se tardan, siempre andan ocupados —contestó el chino con conocimiento decausa—. Yo creo que les da tiempo de ir y regresar al pueblo.

—Oiga, ¿y no se les ha escapado nadie del hotel?

—¿Cómo? —preguntó seriamente el chino.

—Quiero decir que si el asesino no tratará de escapar, regresar a la ciudad o de donde venga.

—Pues hasta ahorita que yo sepa no se ha ido nadie. Pero, además, no dejarán salir a nadie hasta que venga la policía a interrogarlos. Bueno, ya las dejo platicar a gusto. Me dicen si se les ofrece algo.

—Por fin nos dejó solas, estaba a pun-to de ofrecerle que se sentara a platicar y que se sirviera una copa, maldito chino.

—Ja, ja —rio Delia. Ya se fue —dijo arrastrando la lengua—, mal que bien nos bebimos la botella entera. ¿Qué hacemos?

—Vámonos al pueblo, al fin quién sabe a qué hora llegue la policía.

—Órale, que nos den la cuenta y pedimos un taxi.

Nos trajeron la cuenta y estábamos a punto de levantarnos cuando nos avisaron que la policía había llegado y que necesitaban interrogarnos. Tendríamos qué esperar.

YOLANDA (LA CONFUSIÓN)

Me salí de la alberca un poco confundida. Lo primero que me sorprendió fue que no estaba mojada. Eso me asombró. A mi cuerpo no le escurría el agua y el traje de baño no se colgaba con el peso del líquido. Está raro, pensé, entonces dirigí la mirada hacia el agua, porque algo malo le pasaba a esa agua que no mojaba. ¿Era posible? En ese momento vi un cuerpo flotando bocabajo. Parecía mi cuerpo, aunque no podía ser, porque yo estaba parada ahí, junto a la alberca. Traté de acordarme de lo sucedido antes de salir del agua, pero por alguna extraña razón, no recordaba nada, así que, con cierta aprehensión, corrí hacia el cuarto donde estaban mi hija y mi madre. Pensé que eso me sacaría de mi desconcierto. Debía de cerciorarme de que estuvieran bien, no sé por qué, sentía una sensación de que algo malo iba a pasar, que debía protegerlas, pero entonces me di cuenta de que más que caminar, volé, porque llegué ahí en segundos. Sorprendida por la rapidez de mis movimientos, aunque sin preguntarme demasiado cómo había sucedido, toqué la puerta del cuarto con urgencia. No me abrían. Volví a tocar y las llamé en voz baja. Hija, mamá. Nada. Hija, mamá, Lita, ábranme, insistí. Al menos ya no llovía. Recordé de pronto que había salido a nadar cuando llovía. No quería encontrarme con nadie. Eso sí lo sabía.

Me desesperé de que no me abrieran y de pronto, sin saber cómo, ya estaba adentro de la habitación. Sentí alivio.

—Hola corazón —le dije a mi hijita Amalia—. Hola, mamá —saludé a mi madre—, ya regresé de nadar.

No me contestaron, tal parecía que no me oían, ni me veían. Las traté de abrazar, les grité, pero nada, me ignoraban, como si no estuviera ahí. Me empezó a dar una mala vibra terrible. Sentí un sudor frío que me recorría todo el cuerpo. ¿Estaba soñando? ¿Se me había subido el muerto y no entendía ni cómo?

No, yo había salido a nadar cuando estaba lloviendo para que no me viera el señor ése, de eso me acordaba. No quería encontrármelo. Tenía miedo de que me reclamara, me echara pleito o incluso, me llevara a la policía. En este momento no podía acordarme de su nombre. Y luego había salido del agua y había corrido al cuarto, repasé. Entonces, ¿qué estaba sucediendo? ¿Por qué no me escuchaban?

Volví a gritar, pero no oían mi voz. Traté de tirar algo. Logré lanzar del balcón un traje de baño que se estaba secando, pero ellas ni cuenta se dieron.

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Entonces sonó el teléfono.

—¿Sí? —dijo mi mamá. No hay problema, aquí estamos la niña y yo. Gracias —y colgó.

—Que nos traen una bebida de cortesía, Lita —le dijo mi mamá a mi hija—. ¡Qué amables son en este hotel!

Pasaron como otros diez minutos en los que, de alguna manera, yo trataba de comunicarme con ellas, pero sin éxito. Opté por sentarme en la hamaca del balcón y esperar a ver si desper-taba de la pesadilla.

Tocó a la puerta un hombre acompañado de una mesera. Traían una bebida y la mujer le dijo a Lita si quería ver unas cuijas ahí afuerita del cuarto. La nena dijo que sí, entusiasmada.

El hombre entonces se sentó en la cama y le dijo a mi mamá:

—Señora, nos acaban de reportar un accidente en la alberca.

—¿En la alberca? —mi mamá se sobresaltó de inmediato—. ¿Qué pasó?

—Me temo informarle que la señora Yolanda Agüero, su hija, ha fallecido. Se ahogó.

Mi mamá se puso histérica. —Pero ¿qué me está diciendo? ¡Que mi hija se ahogó! Pero ¿Cómo? ¿No será una broma? —Y empezó a zarandear al señor administrador del hotel, que me parece, se llamaba Javier.

Entonces caminé para situarme entre los dos y decirles que había una equivocación, que yo estaba ahí, que no me había ahogado. Pero el hombre no me vio.

—Señora, por favor, trate de controlarse, por la niña.

—¡Ay, dios mío, la niña! No, no puede ser, quiero verla, la quiero ver ya. ¿Dónde la tienen? ¿Qué pasó?, repitió.

—La subimos a la administración mientras llega la policía, no la podíamos dejar ahí para que los demás huéspedes la vieran.

—Vamos, pero por favor, la niña no puede subir.

—No se preocupe, la muchacha la va a cuidar.

Vi muy mal a mi pobre madre. No sólo estaba pálida como un muerto, le temblaba todo el cuerpo, los ojos parecían salirse de sus órbitas. Sentí mucha compasión por ella. Quise abrazarla. Pero a estas alturas ya sabía que no podía.

Miré la inmensidad del mar desde el balcón.

Comprendí por primera vez que tenían razón. Yo no me sentía mal, me sentía ligera y llena de energía, pero debía ser cierto, estaba muerta.

Un dolor de cuchillo me atravesó el pecho. Mi hija se quedaba sola en este mundo. Y no había absolutamente nada que pudiera hacer.

¿Cómo regresar al mundo de los vivos?

¿Cómo abrazarla otra vez? ¿Una última vez?

¿Había excepciones?

¿Podría volver a tomar posesión de mi cuerpo?

En ese momento todo parecía factible, pero en el fondo sabía que no, que era imposible, que una vez que se cruza la frontera entre los dos mundos, no hay poder en el Universo que pueda revertir una ley cósmica que nos rige desde el principio de los tiempos.

TENIENTE ALCALÁ. (LA REVISIÓN DEL CUERPO)

Me avisaron de un 990 en el hotel Katarina. La tarde estaba sofocante después de una lluvia atroz. Como cae aquí, un rato, pues, y luego se corta rápido, pero queda el cielo nubladón, el calor no sólo no se acaba, sino que sube más, se vuelve más húmedo. Agotador. Y andar en la patrulla con ese maldito bochorno hace que le suden a uno las nalgas, la parte trasera de los muslos y la espalda. Se sale uno del carro empapada y toda pegajosa.

Tuve algunas diligencias que resolver antes y luego me dirigí al hotel. Casi siempre los homicidios aquí en Zihua suceden en los barrios bajos y se entera uno de ellos en las madrugadas, o temprano en la mañana, cuando aparecen los cadáveres en los basureros o en la playa. En un hotel de mediano pelo, es más raro, y menos en uno tan viejo y conocido como el Katarina. Es un hotel de prestigio, y muy conocido, aunque hace mucho que ya no sea de lujo.

Me dirigí directamente junto con mi ayudante, el cabo Ramírez, a ver al administrador, quien me llamó para avisarme del incidente. Nos condujo de inmediato a ver a la occisa. Estaba sobre una mesa cubierta de toallas, pero todavía escurrían algunas gotas al piso. Olía bastante a cloro.

—Ya sabe que no hay que mover el cadáver de la escena del crimen, ¿verdá?—le recriminé al administrador.

Me miró con cara de fastidio. Me dijo dos cosas:

Que en la alberca no había nada más que agua y la mujer.

Que no podía dejar el cuerpo ahí por mucho rato para que lo vieran los demás huéspedes hasta que yo viniera, más sabiendo que no tenía hora para llegar. Podíamos haber tardado mucho.

Lo entendí, pero tenía, como quien dice, que imponer respeto, ¿no?

Me avisaron de un 990 en el hotel Katarina. La tarde estaba sofocante después de una lluvia atroz. Como cae aquí, un rato, pues, y luego se corta rápido, pero quedael cielo nubladón, el calor no se acaba

—¿Y dice que hay marcas de violencia en el cuello? —pregunté.

—Sí, mire —respondió y se acercó a enseñarme el cuello de la víctima.

Efectivamente, vi marcas moradas de dedos sobre el cuello de la mujer y algunas ya negras. No había duda de que había muerto asfixiada en una alberca, pero no por agua, sino porque alguien había cerrado sus manitas asesinas alrededor de su cuello.

—¿Nombre de la víctima?

—Yolanda Agüero.

—¿Originaria?

—Pues venía de la Ciudad de México, no sé si nació allí.

—¿Acompañantes o familiares? Luego esos son los principales sospechosos —comenté con conocimiento de causa.

—Su madre y su hija de 4 años.

—¡Ah, jijo! No suenan muy sospe-chosas.

—Además, la madre y la niña se encontraban en su habitación poco después de haber sido encontrado el cadáver y no estaban mojadas.

—Buena observación.

—Ramírez, habla a la morgue para que vengan a recoger el cadáver lo más pronto posible. Ahí se le practicarán los estudios forenses correspondientes. Quiero interrogar primero a la madre de la difunta y luego a quienes encontraron el cadáver.

David Hockney: A retrospective The Metropolitan Museum of Art ı Foto: David Hockney

—Señor González —le ordenó al administrador— por favor dé aviso en la puerta de que nadie puede salir del hotel. ¿Hay alguien que esté afuera?

—Me parece que un matrimonio de paisanos se fue a pasar el día a la isla desde temprano.

—Bueno pues, esos son los únicos que se salvan. De los demás hágame una lista y los voy entrevistando después de la madre.

—Sí, señora.

—Teniente Alcalá, por favor, si no le molesta.

—Sí, señora, digo, teniente.