EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

El arte de narrar este mundo prostituto (un siglo de Rubem Fonseca)

Fuente > Maricarmen Miranda Diosdado
Fuente > Maricarmen Miranda Diosdado Foto: Especial

2006, Monterrey. La librería Castillo se había declarado en quiebra y estaba de remate. En un botadero, un sapo en la portada blanca de un libro llamó mi atención. El título: Bufo & Spallanzani. No sabía absolutamente nada de su autor: Rubem Fonseca. Fue un encuentro provocado por el azar. Y yo caí en la provocación. A pesar de que pensé que era un tratado de biología, lo levanté y leí el primer párrafo:

Has hecho de mí un sátiro y (un hambrón), por eso me gustaría seguir agarrado a tus espaldas, como Bufo, y, como él, podría tener mi pierna carbonizada sin llegar a perder esta obsesión. Pero tú, ahora que estás saciada, quieres que yo vuelva a hablar de Madame X. Muy bien, sea. Pero antes quiero contar un sueño que tuve últimamente.

Esa fue mi entrada al vasto universo fonsequiano. El libro costaba treinta pesos. Escarbando en la pila de libros encontré otro título del mismo autor por quince: Secreciones, excreciones y desatinos. Me los llevé los dos. En un viaje en autobús de seis horas me devoré la mitad de la novela. En la que un detective lamía la espalda de cierto tipo de sapo con propiedades alucinógenas para inducirse visiones y resolver sus casos.

Hasta entonces no había leído nada parecido. Me convertí en un devoto de Fonseca al instante.

Días después conocí al Fonseca cuentista. “Copromancia”, el relato con que abre Secrecciones, excreciones y desatinos, es la historia de un hombre que es capaz de adivinar el futuro de las personas leyendo sus heces. A estas alturas yo ya había leído todo Bukowski, sin embargo, me deslumbró la manera en que Fonseca ejercía la escatología. En tiempos en que estaba ávido de malas influencias, Fonseca me resultó el más necesario de los males.

LAS OVEJAS NEGRAS también necesitamos de mentores. Y en Fonseca sentí por primera vez el regocijo de leer algo subrepticio. Entregarse a sus páginas era casi como delinquir. Necesitado de más, me arrastré por cuanta biblioteca se me atravesó hasta toparme con Feliz año nuevo. Con el cuento “Corazones solitarios” se me reveló como maestro de la forma. Su arte no sólo radica en describir la realidad tan descarnadamente como sea necesario, sino que debajo de esa crudeza palpita la destreza técnica del tocado por la gracia.

“Corazones solitarios” es el ejemplo de un cuento perfecto. Una revista del corazón, Mujer, en cuya plantilla trabajan puros hombres, es testigo en sus páginas de la lucha entre uno de sus redactores y el director. La manera en que se resuelve el conflicto es magistral. Lo digo sin un gramo de exageración. A partir de tal revelación, me percaté de que Fonseca era más que realismo sucio. Porque éste en sí mismo no alcanza para construir piezas perfectas. Todo cuento, trate el tema que sea, es una especie de thriller. Fonseca lo sabía, y por esto, y por su experiencia como ex policía, se entregó al género negro en cuerpo y alma. Pero así como ocurre con el realismo sucio, tampoco podemos colgarle la etiqueta de autor policiaco, porque Fonseca era más que eso.

Recuerdo la fascinación insana que me provocó la lectura de Agosto. Fueron días en que me sentí atacado por una fiebre. Como si acabara de contraer una infección que no me dejó en paz hasta terminar la novela. No me había ocurrido desde la lectura de Crimen y castigo. Entre Fonseca y yo no había ningún abismo. Me sentí identificado con ese mundo carcelario que yo había atisbado brevemente las noches pasadas en los separos por pelearme en cantinas, orinar en la calle o robar libros. Y los amoríos turbios entre sus personajes. Esa atracción fatal sin descanso. Que lo mismo daba si la movía el amor, el dinero o la venganza.

Fue un narrador que resulta adictivo desde las primeras frases. Es decir: un encantador de lectores con los colmillos largos.

LUEGO LLEGUÉ A MANDRAKE, ese carioca embustero y encantador que exhibe el cinismo como una medalla. La versión desacralizada del detective decimonónico: bien planchado, atractivo y donjuanesco. Un personaje que retornaría en cuentos y novelas y que se convertiría en estrella por derecho propio. En 2005 HBO estrenó Mandrake (dirigida por su hijo, José Henrique Fonseca), la serie con más desnudos de la televisión hasta entonces. Pura belleza brasileña del momento. En la que el abogado se dedicaba a resolver casos hablando en portugués. Un atrevimiento que se pagó caro con la cancelación del show después de la segunda temporada. Su pecado: no estar hablada en inglés.

Después de Fonseca la literatura no volvió a ser la misma. Transformó no sólo a la brasileña, también a la latinoamericana y a la de todo el mundo. Titanes de las letras universales como Thomas Pynchon han reconocido su trabajo con admiración exacerbada. La de Fonseca es una obra con muchos episodios de violencia. Lo que lo convirtió en el cronista oficial de los bajos fondos de Río de Janeiro. Su voz pronto encontró eco en México, donde también reina la corrupción. Y donde fue y es muy leído, gracias a la editorial Cal y arena. Y espero que lo sea en el futuro.

Rubem Fonseca comenzó a publicar a los 38 años. Y aunque lo hizo tarde, cuando la mayoría de la gente empieza a pensar más en los finales que en otra cosa, dejó una obra dilatadísima. Once novelas, dieciocho libros de relatos, un libro de crónicas y otro de memorias. Esto no habla de otra cosa más que del triunfo de la voluntad. Una muy fuerte, que lo mantuvo vivo hasta los 94 años. A diferencia de otros autores longevos, Fonseca jamás se retiró. A él lo retiró la muerte en 2020. Y no quepa duda de que si continuara con vida estaría escribiendo. Aunque sus últimos libros ya no tenían la misma garra, su determinación jamás claudicó.

A cien años de su nacimiento, me parece una injusticia que no le hayan dado el Premio Nobel. Lo merecía más que muchos que lo han ganado en las últimas décadas. Otorgárselo habría servido para esparcir más su legado.

Fue un estilista consumado, un estudioso de la condición humana como pocos, un narrador que resulta adictivo desde las primeras frases. Es decir: un encantador de lectores con los colmillos largos. Quien supo esgrimir la malicia literaria como nadie, para mantenernos cautivos de ese mundo prostituto encapsulado en sus páginas. Ese mundo que por más que la clase política se empeñe en ocultar, refulge en sus páginas con la cualidad del gran arte.

Hermano y maestro, amigo y vecino, guía y motor, viva Rubem Fonseca en su centenario.

Muita saudade.