Las cuatro primeras cintas que dirigió el novelista, guionista, productor y director británico Alex Garland, ExMáquina (2015), Aniquilación (2018), Men: terror en las sombras (2022) y Guerra civil (2024), están enfocadas en personajes femeninos (una femdroide, un grupo de militares rescatistas, una viuda y un par de periodistas) que sobreviven en entornos regidos por la masculinidad tóxica. En su más reciente filme, Garland ha optado por contar una historia netamente masculina, pero con la característica de que la identidad de los protagonistas es irrelevante, así como la narrativa en la que están involucrados. Más que una cinta bélica, Warfare es un filme de procedimientos, del rigor de la disciplina que convierte a un grupo de hombres jóvenes en una precisa máquina de matar, un pelotón en donde los elementos están únicamente diferenciados por sus funciones en el conjunto pero no por su historia personal, gustos o deseos. El grupoes un ciborg que incorpora armas, tecnologías de visualización, comunicación y organismos biológicos. En vez de personalidades tenemos funciones, protocolos, maniobras y operaciones. No obstante, el casting es una especie de catálogo de la nueva generación de jóvenes talentos de Hollywood: Will Poulter (Midsommar, Death of a Unicorn), Joseph Quinn (Stranger Things y George Harrison en la próxima película biográfica de los Beatles), Cosmo Jarvis (Shōgun), Michael Gandolfini (The Many Saints of Newark, Saturday Night), Kit Connor (Heartstopper), Noah Centineo (To All the Boys), Charles Melton (May December) y D’Pharaoh Woon-A-Tai (Reservation Dogs).
Garland conoció a Ray Mendoza, un ex marine veterano de la guerra de Iraq, cuando fue su asesor para la secuencia del asalto a la Casa Blanca en Guerra Civil, y decidió trabajar con él como codirector y coguionista en esta nueva película que han construido con la mayor fidelidad posible a partir de las memorias de los involucrados (cientos de horas de entrevistas) en un episodio, fracasado, catastrófico, doloroso e irrelevante de la guerra estadunidense de ocupación de Iraq. En noviembre de 2006 un pelotón integrado por Navy SEALs, dos marinos y dos iraquíes toman por asalto una casa dúplex en Ramadi. Obligan a las familias que la habitan a permanecer encerrados en una habitación mientras convierten ese lugar en un puesto de vigilancia para preparar la llegada de más tropas a un barrio en el que hay un contingente considerable de militantes.
LA CINTA ARRANCA CON EL PELOTÓN mirando un video de chicas en spandex haciendo ejercicios aeróbicos con exagerados y desafiantes movimientos pélvicos. Mientras los soldados aúllan excitados, la efervescencia de testosterona inunda la pantalla. La coreografía colorida y erótica (con un involuntario guiño a La sustancia de Coralie Fargeat) sirve de contraste para otra coreografía gris y verde olivo del grupo de soldados moviéndose cautelosamente por la noche, en perfecta sincronía, por las calles desérticas de un barrio residencial. De ahí en adelante cada movimiento y acción de los militares es resultado de estrategias rigurosas practicadas hasta el cansancio. La perfección es la meta, la improvisación es una amenaza. Sin embargo, esta es una historia en la que todo sale mal y los planes de contingencia también fallan catastróficamente mientras tratan de cumplir una misión que parece insignificante. Un sacrificio inútil que sería olvidado de no ser por este recuento fílmico.

Thunderbolts* de Jake Schreier
La crispada cinematografía de David J. Thompson y el diseño de sonido de Glenn Fremantle son fundamentales para establecer un ambiente de tensión, incertidumbre e inminente colapso. No hay una pista sonora más allá de los ruidos de la calle y el sonido de las balas y explosiones. De esta manera el estilo evoca el Cinema Verité. La acción es claustrofóbica y se limita al interior de la casa, con tan sólo algunas inserciones de la perspectiva robotizada en blanco y negro de los drones que vigilan desde el aire, así como las breves y temerosas incursiones a la calle. Se puede pensar en Black Hawk Down de Ridley Scott (2001), pero la eficiente austeridad narrativa, la inmersión en un mundo hostil y el efectismo de la ilusión del tiempo real crean una aproximación muy distinta al conflicto.
PROBABLEMENTE ES IMPOSIBLE HACER una película de guerra apolítica. Garland lo intentó en Guerra civil al presentar la perspectiva de periodistas que tratan de mantenerse desapasionados, neutrales y enfocados en obtener la gran foto del conflicto y no de descifrar las razones de éste. El resultado fue interpretado por algunos como una cobardía. En Warfare, Garland y Mendoza se enfocan en retratar la camaradería y solidaridad de la tropa en momentos de tedio y bajo presión, sin recurrir a usar el artificio de la intimidad. No tenemos aquí confesiones ni bromas ni vulgaridades sino breves conversaciones cargadas de jerga militar y acrónimos. Así buscan crear una obra realista, sin sensacionalismo, compulsivamente brutal, despojada de actos heroicos hollywoodenses y condimentada con pequeños detalles que aumentan la angustia, como el soldado que se inyecta accidentalmente morfina y los rostros de desesperación de los soldados al ver a su compañero agonizar.
LA cinta arranca con el pelotón mirando un video de chicas en spandex haciendo ejercicios aeróbicos con exagerados y desafiantes movimientos pélvicos.
Warfare puede verse como una parábola antimilitarista que pone en evidencia la abyección de la guerra, la crueldad y brutalidad innecesarias, así como las consecuencias inesperadas en un microcosmos de caos y torpeza que refleja toda la “Guerra contra el terror” y por consiguiente toda guerra de agresión. Pero también puede ser vista como propaganda militarista y promoción para pertenecer a esa hermandad bajo fuego. Lo que es definitivo es que los gritos de la mujer iraquí que pregunta ¿Por qué, por qué, por qué? nunca son respondidos. La imagen final de los combatientes iraquíes que salen a la calle tras haber expulsado al invasor de su barrio es muy significativa, no hay euforia ni triunfalismo, tan sólo un breve alivio en una pesadilla interminable. Pero tampoco hay lugar para un mínimo reconocimiento del sacrificio y martirio del pueblo iraquí representado por las familias despojadas de su vivienda y su nación.
Garland y Mendoza añaden un segundo final, con el que rompen la ilusión narrativa al mostrar una serie de imágenes de los verdaderos protagonistas de este episodio de sacrificio inútil con los actores que los interpretan, como si se tratara de un biopic o un regreso al lugar del crimen que reduce el trabajo a un homenaje hedonista a los veteranos. Aunque también podemos pensar que este final se conecta con el inicio del filme y los gritos de entusiasmo sexualizado para redondear la perspectiva de la masculinidad tóxica que es el tema que obsesiona a Garland.
