EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

L.E.M.M.Y

Lemmy
Lemmy Foto: Cortesía del autor

Hace unos meses fui poseído por el espíritu de Lemmy. Es la ocasión que más cerca he estado de la diabetes. Nunca he sido cocacolero, god me libre. Pero algo ocurrió en mi sistema que un día amanecí con antojo de un Jack Daniel’s con veneno negro.

La bronca fue que el antojo se prolongó durante varias semanas. Las botellas vacías de un litro comenzaron a acumularse. Hasta que una mañana comprendí que tenía que comprar la periquera. Fui al Cotsco en bermudas y guaraches. Con mis sunglasses puede que se me tomara por un borracho más, pero en realidad yo era un excéntrico. Uno con tres litrotes de juandaniel y un 24 de cocas regulares formado en la caja detrás de una milf de nalgas retrabajadas en el gimnasio.

TODO COMENZÓ POR CULPA de Ace of spades. Un día que escuchaba el disco me pregunté: qué estaría haciendo Lemmy si estuviera vivo. Pisteando. Qué más. Así que me compré una tella de juandaniel y como estaba aburrido de tomarlo derecho o con agua mineral decidí probarlo con refresco de cola. El primer trago me resultó espantoso. Pero después te acostumbras. Y ya saben cómo es la personalidad adictiva: que cuando te gustan unos tenis te los pones todos los días hasta que les partes su madre.

Como un hombre que está a tres años de cumplir los cincuenta, cada vez me es más difícil encontrar momentos de paz auténtica. Hablo del tipo de paz que casi podría calificar como meditación. Momentos en los que mi mente se detiene por completo y podrían diagnosticarme cáncer que me daría lo mismo. Situaciones que escasean conforme envejezco. Es mentira eso de que al volvernos viejos dejamos de preocuparnos por pendejadas. Al contrario. Es cuando más nos carga el payaso.

No hay nada que me relaje más que me corten el pelo. Apenas me siento en el sillón del peluquero me invade una paz lo más cercana a la muerte civil. Todos mis problemas desaparecen. Incluso dormito. Las siestas más sabrosas me las he echado en la peluquería. Me imagino que la sensación que me embarga es la misma que experimentan ciertas beatas en la iglesia. Una embriaguez que anula cualquier deseo. Pero ojo, no es lo mismo en una Barber shop o en una estética. Tiene que haber un caramelo de color blanco, azul y rojo en la puerta para que surta efecto.

Otro lugar donde podría tener pegada al cuello a una vampira succionándome la sangre y ni borlote armaría es el estadio de beisbol. Me ocurre lo mismo que en la peluquería. En cuanto me aplasto en la butaca entro en trance. Mi cuerpo está ahí. Pero mi mente se adormece. Aunque estoy consciente de lo que sucede en el partido y quién gana la quiniela, he desaparecido por completo. Me he vuelto William Burroughs, el man invisible. Y la paz esa de la que tanto hablan los budistas se presenta y me agarra la mano con suavidad.

No pocas veces he considerado comprar un sillón de peluquería o arrancar una butaca del estadio para llevármelas a casa y darles uso en momentos de ansiedad encanijada o de absurdo insomnio.

Pero como les contaba, así como a otros los ha atacado la enfermedad de Kind of Blue o Dark Side of The Moon, todos tenemos un álbum seminal que nos acompaña toda la vida, a mí me formó Ace of Spades. Y después de tres semanas, o más, la neta perdí la cuenta, me empezó a preocupar mi consumo de whiscola. No por el whiskey, por la cocacola. Había más de veinte botellas de juandaniel de a litro y como tres periqueras. Ver esas ramononas vacías me hizo calcular la cantidad de refresco que debí tomar para bajarme todo eso. Ay, güey, es un chingo, me dije. Así que fui corriendo a hacerme un análisis de sangre, salió bien. No tenía la glucosa alta. Así que me dije, ya te salvaste canijo, ahora corta el pedo.

Pero el problema es que no podía detenerme. No sé si fue el whiskey o la cocacola, o la combinación de ambos, pero no conseguía parar. Me sentía incompleto sin mi beberecua. Recuerda que así empezó El Vaso Eterno, cabrón, y se lo llevó pifas. No recuerdo si les he hablado de ese personaje. Era un catarrín que vivía frente a la casa de Pipo Pandora. Y siempre que lo veíamos, lo que ocurría a diario, tenía un vaso en la mano. De ahí su apodo. Varias veces lo invitamos a venir al Chalio’s Bar, a que pisteara con nosotros escuchando viniles. Le estalló el hígado, pobre carnal. Le mando un saludo hasta el cielo, porque estoy seguro que allá está. Era a toda madre.

Como no quería seguir los pasos de El Vaso Eterno, decidí que debía parar de beber cocacola. Recurrí al sillón de la peluquería y a la butaca de beis, pero esta vez sus poderes no fueron suficientes para arrancarme del maldito vicio. Entonces tuve que tomar medidas drásticas y me compré un boleto de avión a Los Ángeles.

El otro lugar, el último en todo el mundo, donde puedo alcanzar la iluminación es el restaurante de la sala de conciertos Rainbow. En especial es una mesa cercana a la estatua de Lemmy.

ERIGIR MONUMENTOS siempre me ha parecido una de las formas más delatoras de la estupidez humana. Como adorar a los santos. Pero las efigies de músicos me parecen lugares de comunión. Santuarios al aire libre para el alma del music lover comtemporáneo. No me molestaría que en mi barrio colocaran una de Charly García. Acudiría a sus pies todos los días a persignarme.

En cuanto aterricé en Elei me lancé a la Amoeba Records a comprar un par de vinilos. El ritual no puede estar completo sin antes quemar unos cuantos dolarucos en música. Y después de eso me fui a persignar frente a Lemmy. Ocupé la mesa más próxima y cuando el mesero vino a preguntarme qué deseaba beber se rompió la maldición. No pedí Jack & Coke. Tráigame una chela, por favor. La paz que me inyecta estar en ese santuario me había reparado. Había revertido el conjuro de esa pinche bebida que nunca antes había probado y que a partir de entonces no he vuelto a tomar.

Erigir monumentos siempre me ha parecido una de las formas más delatoras de la estupidez humana. Como adorar a los santos. Pero las efigies de músicos me parecen lugares de comunión.

Después de varias chelas me eché unos gin. Pasé tres días refugiado en el Rainbow. Con pausas para dormir en un motel de mala muerte del Sunset. Después volví a Towers y me hice el examen de azúcar glicolisada, porque ahí es donde se puede saber si tienes azúcar o nel. Salí tablas. Bendito, mi abuelo murió por complicaciones con la diabetes. Así que ese fantasma me persigue y lo mejor es no buscarle noise al chicharrón.

Después de eso me reconcilié con el whiskey con agua mineral.

Gracias Lemmy por cuidarme.

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Sergio Téllez-Pon