Después de 35 películas y una docena de series, el Universo Cinemático de Marvel (MCU por sus siglas en inglés), parecía precipitarse a su bien merecida extinción. El asteroide fulminante aquí es la fatiga de superhéroes, en especial después de los tropiezos reduccionistas (Ant-Man y la Avispa: Quantumanía, 2023), catástrofes redundantes (Capitán América: Un Nuevo Mundo, 2025) y deslices infelices (The Marvels, 2023). La caída de la calidad en estas reiteraciones de fórmula no es un criterio que lleve a Marvel a cambiar de ruta, pero la caída de los ingresos en taquilla sí, y estos comenzaban a ser alarmantes en la llamada Fase 5 (la producción de este estudio entre febrero 2023 y mayo 2025). La empresa decidió volver a su esencia: recuperar personajes desechados, olvidados e irrelevantes para resucitarlos y reconstruirlos con estrellas de serie A (y ahora con bebés del nepotismo), algo que han hecho desde Iron Man: el hombre de hierro (Favreau, 2017). La idea de hacer un equipo de antihéroes, perdedores, criminales reformados y desempleados del negocio de la superhumanidad que habían aparecido como personajes secundarios no era novedosa. Thunderbolts* (con asterisco como si fuera un título provisional) de Jake Schreier (de la serie Beef), con guion de Eric Pearson y Joanna Calo, es un regreso a los orígenes y evoca la conformación de The Avengers, Guardianes de la galaxia y The Suicide Squad de la competencia del Universo de DC. En los cómics este grupo (con una alineación totalmente diferente) aparece en 1997 como una colección de supercriminales con un pasado turbio, fácilmente reemplazables, que descubren que hacer el bien puede ser también estimulante.
En la primera secuencia de la cinta Yelena Belova (Florence Pugh), quien perdió a su “hermana”, la viuda negra Natasha Romanoff (Scarlett Johansson), está hundida en una depresión, sobreviviendo como asesina a sueldo al servicio de la ambiciosa directora de la CIA, Valentina Allegra de Fontaine (Julia Louis-Dreyfus), quien tiene más que un mechón de canas de similitud con la muy polémica Tulsi Gabbard (la actual directora de Inteligencia Nacional del gobierno de Trump, que antes fue representante demócrata por Hawai y teniente coronel del ejército). Valentina desea llenar el hueco dejado por los superhéroes desaparecidos en un universo que coincide con la gradual demolición de las instituciones: de la tolerancia a la diversidad, la defensa de la igualdad, de la democracia y de la idea misma del Occidente Iluminado en un mundo en guerra permanente y genocidio normalizado.
A PARTIR DE AQUÍ HABRÁ SPOILERS. Yelena mira al mundo con desasosiego desde la azotea del segundo rascacielos más alto del mundo, Merdeka 118, en Kuala Lumpur. En off se dice: “Hay algo malo en mí, un vacío” y al dejarse caer al estilo de Ghost in the Shell, añade “O tal vez simplemente estoy aburrida”. La caída con aura suicida resulta ser una misión más. La asesina entrenada en un cuarto rojo desde la infancia mata científicos aterrorizados (como si fuera Musk y su DOGE), siguiendo órdenes que no cuestiona, pero el hastío y frustración dominan sus acciones. Valentina, quien está a punto de ser destituida por conducir un programa clandestino para producir superhéroes para la defensa, trata de evitar ser incriminada eliminando las evidencias de sus acciones, incluyendo a los superhéroes de segunda que emplea como espías y matones, haciendo que se maten entre ellos. El plan fracasa ya que en vez de aniquilarlos estos se unen a regañadientes para sobrevivir. De esta manera el Capitán América alternativo o de descuento —agente estadunidense John Walker (Wyatt Russell), quien tras su preparación fracasó al ser elegido para el puesto— y Ava Starr-Ghost (Hannah John-Kamen), una asesina capaz de teletransportarse que apareció en Ant-Man y la Avispa (2018), se unen a Yelena y su padre, Alexei Shostakov, también conocido como Guardián Rojo (David Harbour), para evitar ser aniquilados por su jefa. Por otra parte, Winter Warrior-Bucky Barnes (Sebastian Stan), quien ha pasado de ser asesino redimido a congresista novato (celebrando la carrera criminal de ciertos políticos actuales, empezando por el propio presidente Trump), está obstinado en la destitución y encierro de Valentina.
El cine de superhéroes es una fábrica de cadáveres, es la masificación del “daño colateral” y las masacres multitudes, inocentes y villanos. El mal absoluto es aplastado como entretenimiento, como desahogo, sin miramientos. Por su naturaleza fantasiosa y lúdica no hay riesgo de deshumanizarse o insensibilizarse al ver a cientos o miles morir. En Thunderbolts* el enemigo vive en las cabezas de los héroes, de ahí que la lucha tome la forma de terapia. A lo largo de 17 años de MCU hemos visto superhéroes interpretados por superestrellas, con despliegues asombrosos de súper efectos especiales en súper dramas derivativos tratando de mostrar emociones y debilidades humanas. Esta cinta funde mejor que ninguna anterior las diferencias entre criminalidad y heroísmo para contender con la fragilidad de los protagonistas. Todos padecen de frustración, desesperanza, enajenación y abandono e incluso el personaje más victimizado, Antonia Dreykov alias Taskmaster (Olga Kurylenko), otra homicida altamente entrenada en un cuarto rojo (quien fue usada por el Estado, por su propio padre y por las leyes del mercado), es eliminada sin mayor ceremonia, como para poner en evidencia que estos personajes son simples mortales sustituibles.
Bob (Lewis Pullman), a quien los Thunderbolts encuentran en la bodega de Valentina, es el único conejillo de indias restante de los experimentos para crear un superhéroe con capacidades semidivinas. Es un ex drogadicto que al someterlo a manipulaciones genéticas y tecnológicas se transforma en un ser capaz de combinar los poderes de los Avengers, pero que también puede invertirlos para ser un generador de vacío, un exterminador de la vida que reduce a la gente a sombras o manchas de cenizas, como víctimas de una explosión nuclear.
Bob, Sentry, The Void (El Vacío) o Guardián Dorado del Bien (que es blanco y al que Valentina ordena que le pinten el cabello de rubio), es el dios bipolar que puede hacer que sus rivales revivan los momentos de vergüenza, tristeza, culpa e infelicidad extrema.
La cinta parte del vacío personal (de la protagonista y el público) para volver a él con humor autoflagelatorio, autodenigratorio y autoparódico derivado del síndrome postraumático, angustia reprimida y culpa que cargan los protagonistas y del hecho que apenas pueden tolerarse mutuamente. Humor negro y depresión son los combustibles de una trama ligeramente punk que resultaría monótona y predecible, pero pugh, y a pesar de su sancochado acento hace que todo funcione y es el corazón y espíritu de un filme sobre el vacío y las sombras de la mediocridad.
El mal absoluto es aplastado como entretenimiento, como desahogo, sin miramientos.


