Chocolate abuelita

Chocolate abuelita
Chocolate abuelita Foto: Imagen: Especial

He tenido la mala fortuna de que en los principios de mi existencia me llamaran “Willy” (pienso que nombrar a un ser vivo de tal manera es más propio para un perro o una mascota). Me dicen “Willy”, nací en un hospital que luego se convirtió en hotel de putas y ahora mismo arrastro una pierna: estoy jodido. Así podría expresarse el personaje crucial de Dos crímenes, la novela de Jorge Ibargüengoitia que me obsequiara mi primera novia varias décadas atrás. Han sucedido tres semanas desde que me encontrara con este libro dentro de una caja de cartón, un ejemplar lacrado por la dedicatoria de aquella joven que afirmaba amarme. Es grosero insultar a alguien expresándole que lo amas, pero la verdad yo también la quería.

Todo comenzó en la calle del Pez número 6, en el barrio de Malasaña, Madrid. Se trataba de una despedida que nos organizó un variopinto grupo de amistades. En vista de que conocía bien las debilidades de mis cófrades, elegí el bar donde nos celebrarían a Yolanda y a mí antes de tomar un vuelo hacia Londres en donde abordaríamos otro avión que nos devolvería a México. Fue El Pez Gordo y la calle que lucía su nombre la recorrí cerca de cien veces a lo largo de mis estancias en Madrid. Me identificaban bien en los bares de la calle del Pez; los camareros no me llamaban “Willy”, acaso me miraban de reojo y, dependiendo de las tapas que me servían en la barra, sabía yo qué tan desagradable les resultaba. Hubiera deseado ser Ramón Gómez de la Serna, pero me dicen “Willy” y una escuincla me confesó alguna vez que me amaba, carajo. Después de abandonar El Pez Gordo hacia las dos de la mañana nos dirigimos a casa de mi amiga Teresa, dueña de un departamento en Plaza Santo Domingo, dispuestos a tomar un último trago: fue allí cuando alguien me ofreció choco-late. No el “Chocolate Abuelita” que me ofreciera mi madre antes de marcharme a la escuela primaria en la que una piara de pequeños desgraciados me nombraba “Willy”. Excluyo de tales badulaques a Roxana, quien, en quinto año, se convirtiera en mi romance de infancia. La inocente y bella niña estuvo dispuesta a pasar por alto mi fealdad y a sustituir idealmente a la Señorita Cometa, aun siendo rubia y mexicana. Carajo: si eres mestizo y te gustan las rubias, estarás enjaulado por siempre, como un animal de zoológico.

El chocolate era en realidad hachís. Fumé la pasta y nos marchamos, Yolanda y yo, sin dormir un minuto, al aeropuerto de Barajas, ya que el avión partiría a las siete de la mañana. Besos y adioses, vómitos y carcajadas en nuestra despedida. Algo normal, sólo que yo jamás había fumado hachís. ¿Por qué lo hice, fumar, siendo yo un hombre inteligente? Pues porque en realidad soy un pendejo. El asiento del taxi me hundió en un hoyo negro cuya gravedad me atrajo hacia sensaciones desconocidas. Pasé las aduanas en el aeropuerto porque Yolanda estaba conmigo, y nadie en su sano juicio desconfiaría de mí si ella se encontraba a mi lado. Y cuando ya me imaginaba en las ruinas del Templo Mayor, una niebla malvada y real descendió en Madrid y los vuelos programados a esa hora se suspendieron hasta que el clima despejado volviera. Mientras tanto mi joroba alucinante crecía en la sala de espera. Yolanda me previno: “Si el avión no despega en una hora perderemos la conexión a México”. Yo, que en ese entonces me consideraba el mejor escritor nacido en mi país, le respondí: “No te preocupes, llegaremos a tiempo, sólo me da miedo que el avión termine en el Támesis”. Ella comprendió que me había extraviado en algún momento de la noche y, sin embargo, a las nueve matinales nuestra nave, propiedad de la aerolínea Iberia, se elevó sobre el suelo madrileño. Y después: “¡Perdimos la conexión!”, exclamó la voz de Yolanda en el aeropuerto Gatwick, en Londres. El avión de Aeroméxico acababa de alzar el vuelo hacia nuestra suave patria. Y sin nosotros.

Discutí varias horas con funcionarios de ambas aerolíneas hasta cerciorarme qué empresa nos pagaría nuestra noche de hotel antes de abordar el vuelo del día siguiente. Todos ellos sospecharon que me hallaba afectado, y sólo se comprometieron a pagarme un taxi al hotel que deseáramos y cuya habitación teníamos que pagar ¡nosotros! Fue entonces cuando marqué el teléfono de Gabriela, una querida amiga, y ella, sorprendida y entusiasmada, me comunicó: “No te preocupes, vénganse a la casa y yo mañana los llevo al aeropuerto”. El taxi lo conducía un paquistaní, moreno y ojete, como yo había sido cuando era más joven. Le pregunté: “¿Cómo son las mujeres en Pakistán?” “No te entiende”, me disuadió Yolanda. El taxista recorrió varias veces Londres, pues el costo de su andar lo cubría la compañía Iberia y al anochecer nos apeó en casa de Gabriela, una atractiva residencia cerca del metro Oval. El “Chocolate Abuelita” seguía aún dentro de mí cuando Gabriela abrió la puerta de su casa y nos abrazó: “Pásenle, ya les preparé unas micheladas”. Nos mostramos agradecidos, mas Yolanda se fue a dormir y yo permanecí al lado de nuestra anfitriona: nos pusimos hasta la madre.

A las seis de la mañana Yolanda emergió de la recámara de invitados: “Si no nos vamos en este momento volveremos a perder el vuelo”. “Los llevo en el coche”, intercedió Gabriela. Y partimos otra vez rumbo a Gatwick. Yo acariciaba el cabello azabache de mi amiga en señal de agradecimiento: “Eres lo mejor que me ha sucedido desde antier”, le recitaba, atribulado, puesto que además del efecto del chocolate, había almacenado en mi estómago cantidades notables de licor. Ya dentro del avión comencé a sangrar por la nariz, hilitos primero, chorros después. Yolanda me cubría la nariz y fingía hablar conmigo pegadita a mi rostro para que las aeromozas no me expulsaran del avión y me enviaran a un hospital. Aeroméxico despegó y “Willy”, pasajero del asiento 17 A, sangró durante quince minutos. Así se tejió el peor mal viaje de mi vida, hecho que comprobé cuando cerca de diez horas después aterrizamos en el aeropuerto Benito Juárez: “¡Viva México, cabrones!”, exclamé; sin embargo, yo era otra persona, un bulto olvidado en el restaurante El Pez Gordo del barrio Malasaña. La última voz que recuerdo de aquel viaje es la mía. Cantaba “Willyto lindo y querido...” luego de preguntar al taxista que nos conduciría a casa: “¿Tú eres paquistaní también?” En ese momento caí dormido en el asiento, según yo para siempre.