Me invitaron a un Festival literario en provincia. Acepté porque uno no rechaza un viaje regalado y porque uno no se puede dar el lujo de despreciar una oportunidad de promoverse ante un auditorio semivacío en un rincón desolado y remoto de un país donde nadie lee. El director del evento era Benigno Javier Mendoza, poeta y ensayista que a veces tenía muy buena mano y otras era de plano cursi y complaciente con las tendencias de moda, o por lo menos eso me habían dicho escritores de toda mi confianza. Lo conocí en alguna feria o conferencia. Me regaló su entonces último libro Hiérveme la sangre, nunca lo leí. Yo le di mi novela, Ladridos del calabozo, la que sé que tampoco leyó. En el correo de la invitación a este Festival dijo que había disfrutado mis cuentos.
El Festival era financiado por un viejo patrón de las artes que todo mundo sabía estaba harto de mantener borrachos y drogadictos. Se rumoraba que pronto se desentendería de ese hobby, por lo que ésta sería muy probablemente la última edición del Festival, de los sueldos generosos, las invitaciones a escritores, las comidas y borracheras que eran probablemente lo único memorable del evento. Esa lastimera certeza tendía una larga y sórdida sombra sobre el evento. No había nada festivo en la actitud y semblanza de los empleados y anfitriones.
Benigno me recibió con un abrazo cuando me presenté en el recinto del Festival, el Museo de Historia Patriótica, una vieja gloria de la memoria independentista y revolucionaria local, abandonada a los murciélagos que la habían convertido en su hogar. Me dijo que teníamos que irnos a tomar algo esa noche. Respondí que tenía que checar mis compromisos. No conocía a nadie ahí ni tenía idea de qué comer, beber o hacer en ese terregal con concesionarias, refaccionarias, cuarteles y un Oxxo. Concedí que creía estar libre. Desde entonces mi amistad más sólida era ChatGPT, con quien pasaba horas dialogando acerca de arte, sexo y viajes, como si el bot entendiera o tuviera la menor idea de lo que significaba visitar lugares, coger o tener una revelación estética.
Al terminar las mesas de discusión del día, durante las cuales me pasé la mayor parte del tiempo dormido, en mi teléfono interactuando con ChatGPT y garabateando en la libretita de papel corriente que me dieron al llegar, busqué a mi colega Benigno Javier por el museo. No lo encontré y nadie supo darme razón de su desaparición. Desilusionado caminé por la avenida principal, la Juárez, creo, hasta que encontré un restaurante abierto. Entré y ahí estaba un grupo grande de escritores y mi buen amigo Benigno presidiendo la mesa. Dudé si debía mandarlo al carajo o confrontarlo. Regresar al hotel Continental era una idea deprimente. Caminé hasta el amigo director del Festival y saludé: Quihúbole, pensé que me esperarías. Me respondió que pensó que ya habíamos quedado de vernos aquí, en El Pardiez, todo mundo lo sabía, todos los años venimos aquí. Esta es la primera vez que me invitas, le dije. Levantó la vista, algo que no le era muy fácil debido a los párpados caídos que le daban una cierta nobleza triste y letargo estúpido a su expresión. Oh, pues perdón, mi amigo, respondió y jaló una silla de la mesa de al lado, donde estaba una pareja que se hablaba al oído.
Me senté. No me presentó a los colegas y me dio igual. Todos se veían ya medio borrachos, nadie hablaba mas que con quien tenía al lado. Benigno me preguntó ¿Cómo van las cosas? Le dije que tenía cáncer. Dio un trago largo a su whisky y siguió mirando a la mesa o al piso o al inframundo, quién podría saber con esos párpados vencidos. Pedí un tequila. Entonces me dijo: Todo mundo que conozco tiene o va a tener cáncer. En ese momento apareció una chica rubia, mucho menor que cualquiera de los escritores de la mesa y se sentó junto a Benigno. Imaginé que volvía del baño o de hacer una llamada. Nadie la miraba. Tomó su trago a medio beber, tal vez otro whisky en las rocas. Esperaba que Benigno me presentara a su amiga, amante o nueva esposa. No lo hizo. Había estado casado por lo menos una vez. Conocí a su ex, Marcela, porque trabajó conmigo en la redacción de una revista que desapareció en la pandemia aunque sobrevivió al #Metoo. Todos, absolutamente todos en esa revista trataron de acostarse con ella por lo menos una vez. No fui la excepción. Ella, valerosa y estoica, resistió. Hasta que la sedujo un advenedizo que no tenía ni 20 años al que contrataron para la sección de espectáculos.
Le pregunté a Benigno que cómo le iba, sabien-do que estaba a punto de quedar desempleado. Me dijo que bien, que igual, que lo mismo de siempre, que qué se podía decir. Le dije que desde el inicio del genocidio en Gaza yo no podía pensar en nada más. Ya, dijo, y dio un trago bien largo a su bebida. La chica le susurró algo al oído. Era rubia o lo aparentaba con cierta destreza. ¿Sabes que este año es muy probablemente el último en que haremos este Festival?, me dijo. Le mencioné que habría otros festivales, ferias del libro, encuentros, conferencias y simposios. La gente como tú siempre aparece en esos eventos, como las moscas en la mierda o las cucarachas en el cochambre. Llegó entonces mi tequila. Le dije salud y choqué mi caballito con su vaso semivacío.
¿Por qué crees que estás aquí? ¿Por qué piensas que te invité? Preguntó sosteniendo su vaso casi vacío con las puntas de los dedos. No tengo idea, respondí. No por tu fabulosa literatura, ¿lo sabes, verdad? Eres de plano cursi y complaciente con las tendencias de moda, lo dicen todos, añadió. ¿Entonces por qué? pregunté y pedí otro caballito. La rubia miraba con desgano su celular, quise recomendarle ChatGPT. Nadie habló por largo rato. Debí quedarme en casa, pero no es como si me fueran invitar al próximo Festival, pensé. Tengo que irme a preparar para las mesas de mañana, dije con ironía que nadie reconoció. Me bebí el otro tequila deseando pedir un tercero y me fui sin pagar. No puedo negar que me inquieta saber por qué me invitó. Nadie respondió cuando dije buenas noches.


